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Dinapiera Di Donato

Explosivos (hielo y fuego)

En esta orilla nadie durmió bien. Mi amigo asegura que su gata oyó el estruendo de la explosión ocurrida en Chelsea el sábado por la noche.

Sácala al Fort Tryon Park, que es el Festival de la Edad Media, sonarán bachatas a media voz, recuerda que estamos de luto por Juan Gabriel – le insisto para distraerlo del tema (tanto él como su gata son nuevos en la ciudad) mientras espero al hijo de mi vecina que se niega a ponerse medieval y me toca llevarlo al parque desentonando con su traje de hombre araña.

Imagino que tampoco hay mucho ánimo cuando desempolvan armaduras, túnicas de los abuelos hippies y barbas rojas encrespadas, pero cuando veo a Hamlet con su espectro en la entrada del parque saludándonos solemnes, pienso que en unas horas a lo mejor seremos siluetas de furias atómicas, –como diría la Beat del barrio en 1962 – recortadas contra el cielo electrificado de Manhattan, pero pongo a raya los nervios de la gata de mi amigo: vamos a comernos unas salchichas con sidra y a bailar en torno a fogatas de la tropa de El Séptimo Sello, la película sueca donde todo estaba tan claro cuando yo tenía veinte años y las fresas podían curar las psicosis de la guerra y la peste negra. Eso sí, tanto la Beat como yo, – generación mediante–, tomábamos las palabras como amenazas de encierros con sus respectivas llaves y a los artistas los queríamos como a una Sagrada Familia. La muerte violenta (tema banal, como ahora) era solamente el miedo de morir aplastados por imágenes de un día malo como el de Elise Nada Cowen, cuando toma impulso y atraviesa el cristal de su ventana del séptimo, no lejos del parque y no por asuntos de biografismo precisamente. No estaba presa canalizando descomposición alguna. Ni era una hija radical del padre-marido dictador, refugiada en la sombra del padre-poeta dictador, como pintaban a las poetas antes. Sola con su guerra, o mal acompañada, o peor medicada, oyendo estruendos.

Mi amigo opina que ando convocando cosas malas, que así no puede llevar con nosotros a la gata. Pueda que necesite bautizarse en una multitud que se calma comiendo inmensos muslos de pavo orgánico, esmerados en sus toques a lo Juego de tronos. Nosotros tampoco lucimos muy camuflados: él lleva sus zapatos rojos y luce la cadena de oro, recuerdo de su abuelo, por fuera de la camisa. Yo me eché una seda color hueso a punto de deshacerse encima de mi uniforme negro. El Hombre araña de cinco años aplaude cuando nos ve.

Se les nota lo pájaros–, nos dice. A mi amigo no le hace gracia.

El caballero, Max Von Sydow, que acude citado por La Muerte, observa cómo regresan las praderas de otoño –, les voy contando lo de la película. A ver si mi amigo recupera el humor. –Una familia de comediantes tiene siempre una María-Bibi Andersson que se ocupe de las tareas domésticas y de dosificar las visiones. En sus pantallitas verifican todo lo que les cuento.

Interrumpo porque patino en una enorme cagada del perro vegano con alas amarradas que anda con la niña que también se vistió de hombre araña pero con peluca platinada y ojos violeta a lo Daenerys Targaryen. La niña grita porque no le alcanzan las manos para recoger aquel cerro de porquería salpicada de granos. Acude un grupo de cruzados y hadas esgrimiendo vasos de granizados gigantes y una bolsa negra de 10 litros para ayudarla con lo del perro del clan del dragón.

El hombre araña se parte de la risa y para congraciarse colabora con mi amigo que se pone a revisar los contenedores de basura que están por todo el parque.

En este tampoco hay artefactos explosivos, –reporta el niño. Hay que andar muy vigilantes, –agrega, echándome dos botellas de agua, carísimas, en los zapatos embarrados de escupidas de Drogon–, porque mi amigo nos comentó que el candidato republicano al enterarse de las explosiones recurrió a una de sus frases inolvidables: caray, con los tiempos que corren, tenemos que ponernos muy duros, inteligentes y vigilantes.

Llenos a reventar con restos de parrilla, los contenedores se ponen difíciles. Sigo al niño y a mi amigo que casi no me oyen con el fondo de madrigales y anuncios de ganadores de torneos y bandas metálicas con solos de trovadores. Quiero que me ayuden con la palabra tough:

–¿Ponerse duros o volverse fuertes? –me desgañito– We are going to get tough? Terminan dándose cuenta que siempre que los candidatos hablan me distraigo. Así nunca dominaré los ruidos del inglés.

Mi amigo se pone pálido porque la Sagrada Familia que espera paciente a que ellos terminen de revolver el tacho, nos está oyendo y no va disfrazada sino que lleva sus ropas domingueras musulmanas.

Buscar evidencias y no estereotipos sería lo correcto – dice mi amigo asegurándose de ser oído, no sea que se nos tome por La Sagrada Familia Islamófoba. Se aparta del basurero y repite su frase en inglés y nos hace señas de huida para desencanto de los musulmanes que con la excusa de deshacerse de las salchichas de puerco en realidad lo que más deseaban era practicar su español. Por suerte los ataja un cortejo que está de regreso del desfile del grito de Dolores, con largas faldas de Frida y sombreros de charro, enojadísimos los más pequeños porque los padres, temerosos, los sacaron demasiado temprano del desfile mexicano en otra zona. Por todas partes celebran el orgullo de algo, pero no con la misma asistencia del año pasado.

Ahora seguimos al halcón que se le escapó a los cetreros, harto del gentío que le revolotea porque Morir soñando, la única que lleva un traje artúrico realista, está repartiendo panfletos contra la gentrification, mientras posa con las aves. Le explica a los mexicanos que las bombas las ponen ellos (no se ponen de acuerdo sobre quiénes podrían ser ellos) para que la gente se mude. Mi amigo le tapa los oídos al hombre araña que se pegó a los mexicanos cuando les susurraban: Los blanquitos de abajo van a mudar su porquería para acá.

El halcón baja la colina con nosotros detrás y no paramos hasta llegar al otro parque, el Riley-Levin Children’s Garden donde el hombre araña rescata un melón en apuros de la huerta de los escolares y nos sentamos al fin debajo de la rama donde el halcón se concentra como para un auto-retrato.

Para que se lo muestren a la gata –, sobre todo la pose donde el ave parece tan serena, meditando delante del Hudson, el limpiador de todos los crímenes.

No piensa en nada. Y de este lado el río es el Harlem River. Está viendo la carne que arrastra la corriente, a la gata le va a gustar– nos aclara el Señor del Clan de Los Arácnidos.


Photo Credits: Jay Gorman

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