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Exilios y migraciones: El cine español del franquismo

El jueves 26 de enero de 1939 el doceavo regimiento de la división 105 del cuerpo del ejército marroquí, a las órdenes del general Juan Yagüe, ocupaba el castillo de Montjuïch, en tanto que la quinta división de Navarra, comandada por el general Juan Bautista Sánchez, se hacía con el Tibidabo y Vallvidrera. A las cinco en punto de la tarde, hora lorquiana, los tanques del ejército nacional empezaron a avanzar por la Avenida de la Diagonal.

“De la huida de Barcelona ese día —recuerda Teresa Pàmies— no olvidaré nunca una cosa: los heridos que salían del hospital de Vallcarca y mutilados, vendados, casi desnudos a pesar del frío, bajaban a las carreteras pidiendo a gritos que no los dejaran en manos de los vencedores (…). Se arrastraban por el suelo quienes no tenían piernas, alzaban el único puño los que se habían quedado sin brazo (…), se aferraban a los camiones llenos de muebles, de jaulas, colchones, de mujeres de boca cerrada, de viejos indiferentes, niños aterrados; gritaban, aullaban, renegaban, maldecían a quienes huían y los abandonaban”.

El drama de las migraciones y los exilios forzados que, por desgracia, tantos conocen muy bien en nuestra contemporaneidad; ese estar y no estar que desterritorializó a cientos de miles de españoles entre el final de la Guerra Civil y la muerte del Caudillo, solo encontró lugar en el cine de la dictadura, para una representación que, al reiterar hasta el exceso el folklore andaluz, el pop sesentero, los niños prodigio y el mito del macho ibérico, acabó trivializándolo.

Ello, desde títulos ideados para promocionar a las estrellas del momento y exportar productos representativos de la cultura popular nacionalista, a fin de reproducir no la esencia del exilio sino su efecto, en geografías donde los exilados y emigrantes luchaban por encontrar un lugar que la sociedad allí establecida muchas veces les hurtaba.

Encontramos entonces tonadillas en París, de la mano de Estrellita Castro en Mariquilla terremoto, film del año 1939 dirigido por Benito Perojo. Zambras en Buenos Aires, con Carmen Sevilla en La guitarra de Gardel de 1948, dirigido por Leon Klimovsky. Bulerías en México, desde la estampa de Lola Flores en Pena, penita, pena de 1953, dirigido por Miguel Morayta. Melodías infantiles brotando de la garganta de Joselito, en Aventuras de Joselito en América de 1960, dirigido por Antonio del Amo. Twist y canciones gogó-yeyé con Marisol, en Marisol rumbo a Río de 1963, dirigida por Fernando Palacios. Y sexo en camiseta y calzoncillos con Alfredo Landa, en Vente a Alemania, Pepe del año 1971, dirigido por Pedro Lazaga.

El exilado, el emigrante, por ese décalage que conlleva la pérdida de referentes familiares en el nuevo paisaje, es particularmente propenso al sentimentalismo y la nostalgia, aplacados temporalmente cuando el receptor se hace con una imagen de la cultura popular. Una imagen que el cine del franquismo explotó e impuso a las generaciones de la guerra y la postguerra, ya fueran las sevillanas, los toros o la tortilla de patatas.

“La vida vulgar es un asco y no vale la pena ¡a París! Prepara el equipaje y la tortilla”, le ordena Carlos a Mariquilla en el film del mismo nombre, estrenado al tiempo que cien mil refugiados de la guerra española morían de hambre y frío sobre las playas de Sant Cebrià y Argelès-sur-Mer, mientras esperaban ser deportados a los campos de concentración en Setfonts, Dachau y Mauthausen.

Aquí la cámara de Perojo abunda en los primeros planos de Estrellita Castro bailando sevillanas, para potenciar el rostro de la estrella, como compendio de los tres elementos icónicos en torno a los cuales, al decir de Richard Dyer, se constituye su representación: “consumption, success and ordinariness”. “Usted tiene una cara que la ponen en los sellos y no hay quien se atreva a pegarlos”, le dicen a “L’Étoile de Seville” triunfando —sueño del exilado— y normalizándose —meta final del inmigrante— para mimetizarse con el nuevo país. De ahí que, en las últimas escenas de la película, Mariquilla cambie el vestido de faralaos por el tailleur Chanel y abra su propio negocio.

La guitarra de Gardel, por su parte, es un modelo perfecto del cine de diáspora durante el franquismo, pues enlaza el triángulo sentimental por excelencia de las migraciones y exilios iberoamericanos: Buenos Aires, Ciudad de México y Madrid. Esto, a partir de un elemento que contiene los ingredientes del imaginario popular: la mítica guitarra de Carlos Gardel.

Raúl, aspirante a tanguista internacional, obtiene de su maestro una guitarra y el consejo de buscar la que perteneció al Zorzal Criollo, a fin de alcanzar con ella el triunfo. El artista se dedica entonces a buscarla por aquellas tres ciudades y obtiene un gran éxito como cantante, dándose finalmente cuenta de que no había necesidad de buscarla, pues la suya era ya la guitarra de Gardel.

Klymovsky trabaja doblemente el efecto del extrañamiento, porque al de Raúl se une el suyo propio, ya que con la llegada del peronismo debió exilarse en España. Por eso los “duelos” entre el tango argentino y el corrido mexicano —suavizados con los bailes gitanos de Carmen Sevilla— se convierten en páginas de una autobiografía, consistentemente atraída hacia la intensidad sentimental, que la iconografía popular proyecta sobre el yo del intérprete y el director. “¡México, México, qué lejos estás!”, en boca de Raúl, se lee también entonces, como el temblor porteño ante el recuerdo de las calles de Buenos Aires y la añoranza cañí por la Verbena de San Antonio.

Ello, en un momento histórico que le exigía al emigrante, a ambos lados del océano, compaginar su ambición de triunfo y su frustración ante el décalage geográfico-cultural, con las exigencias de modernización y puesta al día de las estructuras económicas en la periferia. “Antes un cantor triunfaba cantando, ahora necesita propaganda”.

Esta queja de Raúl, encierra el dilema del exilado de postguerra: debatiéndose entre la preservación de la tradición y su adaptación a una modernidad más apremiante en tierra de nadie. Un dilema resuelto, temporalmente, aferrándose a un retazo de la cultura popular que dejó atrás al partir.

Pena, penita, pena, igualmente explota el doble efecto sentimental en el emigrante, provocado por el desplazamiento de los referentes socioculturales, al presentarnos a Lola Flores como la vedette del café cantante “España cañí” en el D.F. mexicano. Un enclave ciertamente nostálgico donde —como en los hogares canarios, hermandades gallegas, centros asturianos y casales catalanes que florecieron durante el franquismo en Hispanoamérica— el español podía por unas horas dejar de ser otro, el extraño, el extranjero.

“México: ¿está tan lejos como dicen?”, pregunta ingenuamente Lola, al representante de artistas queriendo llevarla a actuar allí. Planos generales de las zonas urbanizadas del D. F., durante el boom constructor de los años cuarenta y cincuenta, sirven de marco a la llegada de la folklórica, asombrada ante la modernidad de la ciudad. Una ciudad que, debe reconocerse, no había recibido con los brazos abiertos al contingente de exilados, quienes con el arribo del bajel “Sinaia” a las costas mexicanas en junio de 1939, empezaron a hacerse presentes por las calles de la capital.

Al respecto, escribió el autor y dramaturgo Salvador Novo: “En el solárium de la YMCA, grupos inusitados de españoles exhiben sus peludos cuerpos, ignoran a gritos los letreros que recomiendan silencio a los aletargados nativos a que se han sumado sin mezclarse con ellos; llenan los cafés del centro, vagan en grupos pintorescos por el Paseo de la Reforma, alegan en voz alta, perciben resignados la irreconciliabilidad de su carácter con el callado, mustio, discreto carácter de los coterráneos de un Ruiz de Alarcón que no toleraba el caudaloso Lope —y viceversa”.

Una actitud ciertamente xenófoba y excluyente, que las décadas subsecuentes llevaron a reconciliar, dado el extraordinario aporte de los españoles de entonces a la sociedad mexicana y latinoamericana en general.

“Los extranjeros vinimos a hacer trabajos que los españoles no querían hacer, pero ahora ya somos un estorbo. Somos mano de obra barata”, sostienen inversamente hoy muchos inmigrantes hispanoamericanos, al haberse revertido en los últimos veinte años la tendencia española a emigrar, transformándose España en un país receptor de numerosos latinoamericanos saliendo de sus países de origen. La crisis de los últimos tiempos ha hecho que esa inmigración empiece a verse de manera sospechosa, por parte de quienes, erróneamente, creen que el inmigrante les está quitando el empleo. Esto, al tiempo que contingentes de españoles se han visto en la necesidad de salir de la Península para volver a hacer las Américas, tal cual hicieron sus mayores, o a establecerse en otros puntos de Europa y Asia menos sacudido por los altibajos de la economía mundial.

Pero como la memoria es frágil y selectiva, tanto españoles como latinoamericanos se olvidan de lo necesarios que son el uno para el otro en esta contemporaneidad. Recordarlo, pasando revista al cine de la dictadura franquista, nos permite poner en perspectiva el flujo migratorio para las nuevas generaciones, además de fomentar la tolerancia y el diálogo, único camino hacia un intercambio trasatlántico donde, a fin de cuentas, todos saldremos siempre ganando.

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