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Fabián Soberón

Exilio

a Victoria Torres y Walter Lingán
a Luis Dapelo y Ariana Harwicz

El viento era una tromba en la estación de trenes de Colonia. Victoria estaba apurada. Quería llevarnos en tren hasta la escuela de sus hijas. Las nenas son tiernas y mellizas y hablan fluido en alemán y en castellano. Cuando usan la lengua de Cervantes lo hacen con un acento extraño, como si la lengua les reservara una sorpresa a cada instante. Los vocablos saltan de la boca como conejitos mágicos.

Quizás por eso entramos en un zoológico al aire libre. Unas cabras díscolas y unos búfalos sueltos pastaban en el prado helado y verde. Bruno y las mellizas de Victoria les tiraban pasto y unos restos de alimento que había en el piso. Los animales los miraban, alelados, perdidos en su mundo.

Luego fuimos al departamento de Victoria. Con amabilidad, nos invitó un té y disfrutamos de una picada rápida y epicúrea. Hablamos del mundo académico y de los otros ámbitos de las sociedades argentina y alemana. Entre galletas y fiambres, Victoria dijo que era una extranjera privilegiada. Como si la frase fuera un bocado suculento e íntimo, se quedó en silencio y dejó que el peso de la ausencia recorriera la penumbra de la sala.

A la noche, Victoria me acompañó a la garita del metro. Me bajé después de cuatro paradas. Allí, en la oscura boca de Colonia, me esperaba el escritor Walter Lingán. Caminé con Walter hasta la sala de la tertulia.

Se reunió un público numeroso y diverso. Lingán hizo una introducción citando fragmentos de las críticas de Luis Dapelo y Ariana Harwicz. El público, expectante, escuchaba con atención. Cuando Walter terminó su presentación, un alemán que parecía un sabio decimonónico y que hablaba castellano por adopción, preguntó si yo estaba de acuerdo con las valoraciones del crítico.

Con un temblor no buscado, leí fragmentos de Ciudades escritas. Y dije que una crónica surge luego de un proceso lento, de la relación compleja entre subjetividad y experiencia, del cruce entre un yo que piensa y el recorrido azaroso por una ciudad desconocida. Una crónica es el sucedáneo indirecto de las cavilaciones perezosas de Montaigne en su torre renacentista. Y luego conté que cuando paseaba por Düsseldorf me había impactado que la gente no me mirara a los ojos. Esta afirmación despertó la discusión acalorada.

Los asistentes eran latinoamericanos en su mayoría y la cuestión de la mirada los interpeló. Algunos opinaron que los alemanes formaban parte de otra cultura y que era lógico que no miraran a los ojos. Una mujer que hace máscaras para el teatro dijo que eso dependía de la actitud del caminante. Contó que en un bus, en un trayecto corto, un grupo de ciudadanos de Colonia se había reído primero de las ocurrencias de unos actores con títeres y que habían colaborado, afables, en los percances de un accidente doméstico durante el viaje.

Pensé que no había advertido la ausencia de la mirada hasta que un visitante casual me había mirado melancólico, disruptivo, por única vez, en una vereda abandonada.

En la pausa, sirvieron empanadas y vino. Una mujer chilena, con una jovialidad ligada a la tristeza, se acercó y me dijo al oído que no había gente más solidaria con los exiliados que los alemanes.

En el tren de regreso, las sombras brillantes de la empresa Bayer se reflejaron en el vidrio. Decenas de caras solitarias, esperaban detrás de las puertas. La noche era una dama fría y estrellada. Con la mejilla pegada en la ventanilla, pensé en las formas del exilio, en las desventuras de los viajantes y en las razones para abandonar, hasta la hora de la muerte, el lugar de origen. ¿Qué es el lugar de origen? El tren frenó. Las bicicletas y las botas golpearon el suelo. ¿Hay otra patria que la infancia? Victoria me había dicho que su vida en el extranjero era una elección. ¿Cuantas veces tenemos la oportunidad de elegir? Si es cierto lo que dijo el feo filósofo francés, estamos condenados a la libertad.

El tren se detenía en las diversas paradas y unos jóvenes que subieron en Lagenfeld hacían ruido con el choque íntimo de las botellas de cerveza. Por un momento, la soledad del extranjero se instaló en mi cuerpo como escozor de agua. Iba solo y recorría las vías con un destino fijo. El ronroneo de la máquina en las vías despertó el búfalo insomne de la melancolía: ¿qué tipo de intemperie implica la extranjería? ¿Cuantas formas puede adoptar la soledad en el exilio? Ya lo había sugerido Luis Dapelo bajo la lluvia finísima de París: ser apátrida es adoptar la mejor forma de la anarquía.


Photo Credits: Sven Hoffmann

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Maynor Freyre Bustamante

Residí unos meses en Wedel Holstein, Hamburg, allá por el año 1964. Era un pueblito con apenas una calle asfaltada y el resto de tierra afirmada. A veces paseaba solo por las callejuelas solitarias los días domingos, todas con nombres de músicos como Mozart Strase o Beethoven Strase. De repente de una casona con todas las celosías de sus ventanas cerradas, surgieron las notas de un piano que me arrebujaron por completo en el frío día. Entonces corrí hasta un bosquecillo a orillas del río Elba a gozar del sonido del discurrir de sus aguas. Me encontré con un jordano… Seguir leyendo »

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