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daniel campos
Photo Credits: Roman Königshofer ©

“Estoy donde quiero estar”

Una de las experiencias del emigrante errabundo, por momentos, es el desasosiego por la sensación de no haber encontrado su lugar en el mundo. Así me sentí por muchos años, en el sur y el noreste de los Yunáited Estéits of América, hasta que encontré equilibrio en una vida peripatética entre Costa Rica y Nueva York. Recuerdo dos momentos importantes de hace tres años, cuando regresé a recrear vínculos con Tiquicia después de haber trotamundeado y errado bastante.

Media tarde en Tárcoles. A esta hora aún abrasa el calor en esta zona del Pacífico Central. Meciéndome en la hamaca, miro el azul zafiro del cielo a través de las ramas y hojas del almendro. Al este se eleva el Monte Turrubares. Su perfil cónico, acuerpado por cerros más bajos, recorta el horizonte. Algunos soterreyes nuquirrufos empiezan a volar y cantar por entre los árboles frutales del vergel de nuestra parcela familiar, tras haberse refugiado del sol y el calor al mediodía. Me mezo, me mezo, me mezo en la hamaca y adormecido pienso: «Estoy donde quiero estar».

Amanecer en San José. Los yigüirros han estado cantando por un par de horas en el jardín de mi apartamento. Entre sueños, sentí que me cantaban una bienvenida. La primera luz del alba entra a mi cuarto por entre las persianas para acariciar mis párpados. Es luz tropical, suave pero abundante ya a esta hora. Me despierto, abro los ojos, veo la claridad iluminando el tejido japonés que elaboró y me regaló mi tía Zayra y que cuelga en la pared frente a mi escritorio. Cierro los ojos y antes de dormirme un ratico más pienso: «Estoy donde quiero estar».


Photo Credits: Roman Königshofer ©

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