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Estética del mal

Tratamos un tema escabroso, lo sé, sobre todo en esta modernidad líquida que ha diluido los conceptos del bien y el mal. Comencemos por aclarar términos. Tomás de Aquino asumía que el mal existe en tanto que ausencia de un bien debido. Aquel no puede existir por sí mismo, según Agustín de Hipona, sino en un ser específico como degradación del bien. En ontología agustiniana se dice que el mal es un no-ser.

Según la manida clasificación de Leibniz, hay tres tipos de mal: el físico, el metafísico y el moral. El primero es la degradación de la naturaleza (muerte, enfermedades). El segundo es la limitación e imperfección del ser natural. Ambos ocurren sin el concurso del libre albedrío. El tercero, por el contrario, tiene lugar cuando se ha decidido obrar el mal, libre y conscientemente, lo cual supone libertad para elegir, voluntad para hacer, razón para conocer y discernir.

La estética, por su parte, es el ámbito de la filosofía que estudia la belleza, su composición y las reglas que rigen su expresión armónica en el arte. Podría decirse que es una suerte de ontología de lo bello. En principio parecería inconcebible una estética del mal—de allí que Platón asumiera lo bello como bueno y verdadero—, pero ciertamente existe una belleza degradada y su código para mantener la apariencia primigenia, cuyo estudio podríamos entender como estética del mal.

Creo que con esta definición zanjamos el problema del arte representando el mal. Europa está poblada de catedrales medievales en cuyos capiteles y frontispicios abundan esculturas de seres malignos. El Renacimiento fue prolífico mostrando pictóricamente toda suerte de pecados y jerarquías demoníacas. Más recientemente, el compositor ruso Serguéi Prokófiev lo hizo con Sugestión diabólica. En su conjunto, estas obras son bellas, armónicas, aunque conceptualmente hablen de lo maligno. En ellas no hay la intención profesa de degradar la belleza ni de simularla.

La estética del mal, por el contrario, nos pone en conocimiento de un obrar distinto. Su objetivo es degradar la belleza y a un mismo tiempo calzarle la máscara de lo bello. Es una belleza fingida. No se puede estudiar el III Reich, por ejemplo, sin reconocer en su iconografía, desfiles y diversas manifestaciones artísticas—especialmente la arquitectura— una belleza perturbadora. Esa era la mascarada. Tras ella, la belleza de lo humano había sido ultrajada en cientos de estupros verbales que hablaban de odio al judío, al negro, al homosexual, a los discapacitados.

Que los jerarcas nazis estaban claros en que asumían voluntaria y conscientemente la comisión del mal ha quedado en evidencia sobradas veces, pero valga mencionar solo dos: cuando Hitler ordenó que el programa Aktion T4 de experimentación con discapacitados fuera encubierto, y el uso del término Solución Final con el fin de referirse eufemísticamente al exterminio de seis millones de judíos. Los eufemismos, por cierto, suelen ser el prostíbulo de la belleza: con ellos se viola la hermosura contenida en la dignidad humana para revestirla de un discurso de fingida bondad.

El nazismo fue un inmenso esfuerzo por dotar de belleza a la maldad. Quizá solo así podía ser abrazada por millones de europeos que creyeron ver en Hitler y su proyecto un futuro promisorio. Una característica del mal moral suele ser su justificación. Las respuestas de Eichmann durante el juicio son un claro ejemplo de ello. Los discursos del Führer también están plagados de excusas revestidas de belleza, argucias con que la maldad pretendía parecer incluso un acto de generosidad. Este es un aspecto típico de los totalitarismos.

Ahora bien, hay un rasgo aún más inquietante en la estética del mal que este enmascaramiento de la maldad: el canon. En un punto, casi toda construcción social, incluso ajena al epicentro geográfico del fenómeno, pasa por asumir la preceptiva estética, la poética del mal, diríamos con horror. Quienes supuestamente disentían del terror nazi se habrían sorprendido de ser puestos en evidencia al utilizar, hasta con el mismo sentido, los términos de sus adversarios políticos. Hoy, un observador agudo podría reconocer la coreografía militar nazi en los desfiles castrenses de ciertos países que ostentan con orgullo su democracia.

A mi modo de ver, dos han sido las grandes estéticas del mal durante el siglo XX: el nazismo y el comunismo. Recientemente hemos empezado a ser testigos de otra poética del mal en pleno siglo XXI: la del Estado Islámico. Hay en sus hechos y discurso audiovisual una intención de dotar de estética a la maldad. Si la acción del nazismo y del comunismo buscaba dar la sensación de belleza por medio del orden y la fuerza armónicamente desplegada, el Estado Islámico pretende otro orden de falsa armonía: el de la ubicua invisibilidad. Lo mismo puede acribillar la oficina de un semanario en París que atropellar a decenas de personas en un mercado de Berlín, todo bajo las narices de los más sofisticados servicios de inteligencia. Este estar en todas partes no es otra cosa que la armonía preternatural propia del origen religioso de su proyecto. Estamos presenciando, sobrecogidos, la omnipresencia del mal.

¿Cómo no sucumbir a los cantos de sirena de esta estética? Regresemos al principio de nuestro breve ensayo. La poética del mal podrá encubrir la degradación de la belleza con otra belleza falsa, pero no puede dar cuenta del bien porque es ausencia y menoscabo de este, y el bien solo tiene sentido si es trascendente. Todo afán por disfrazar el horror se viene a menos cuando uno le pregunta por el bien del otro. La otredad es la medida del bien común, y la evidencia de su déficit.

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