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España en el ojo de Pablo Pérez-Mínguez: Retratar el vértigo (Parte II)

Si las fotografías más icónicas de Pérez-Mínguez encapsularon la ebullición del movimiento artístico madrileño, fundamentalmente durante el período 1977-1982, sus imágenes, a partir de la segunda mitad de aquella década, se nutrieron del absurdo y el humor para puntear  los cambios de la sociedad española plenamente democrática. Paralelamente, la circulación del kitsch se intensificó aquí desde la histerización de decorados, sets, ornamentos y ropajes vistiendo o desvistiendo al modelo,  ya fuera un sacerdote desde el púlpito (“Catedral de Cuenca”), un joven trajeado como superhéroe (“San Expedito”), una mujer mostrándose tentadoramente (“Eva al desnudo”), un muchacho ofreciéndose lánguidamente al primer flechador que se aproximara (“San Sebastián”) o una pareja, al estilo de los autorretratos de Jeff Koons y La Cicciolina, (“Eros y Psique”) en medio de una abigarrada mitología.

En esta serie, el punto de vista cambiante y la desaparición de la jerarquía entre el original y la copia, descontextualizan la composición, trasladándola a un espacio ajeno, aun cuando, como en el caso de “Catedral de Cuenca”, la interpretación del sujeto sea literal. Tal acción queda reafirmada por el juego de contrastes entre luz natural y artificial desplazando la fuerza emblemática del sustrato religioso hacia el espectador, y confiriéndole a este el poder de cuestionar la validez de la imagen como matriz o reproducción de un episodio místico. En “La Verónica”, por ejemplo, donde la representación del rostro Divino es obra de la artista Elena Blasco, pero queda transformado en afiche mediante los rojos, amarillos y ocres de la iluminación. Igualmente, “El esclavo enjaulado” deviene camp por efecto del brillo pop con que Pérez-Mínguez envuelve al cuerpo, apenas cubierto por una breve túnica inspirada, quizás, en las que las revistas de fisiculturismo de aquellos años mostraban a un lector cómplice. Del mismo modo, el relieve escultórico de “la mano de Dios”, amarillento y resquebrajado, contra un tropical paisaje de palmeras y cielos despejados, pierde, en la transferencia a la imagen fotográfica, su capacidad de conmover transformándose en ruina.

El divertimento iconoclasta se crece en “San Expedito”, donde la estética del cómic se apropia del misticismo del “patrono de las urgencias”, inmortalizándolo como el salvador enmascarado, sosteniendo la espiga de la fertilidad y la cruz blasonada, con la palabra “Hodie” (el título de una cantata coral), en medio de un jardín encantado. Dos enormes velas en forma de pelota sobre manos femeninas, un casco de gladiador en el piso, un pájaro azul eléctrico que una de las botas de cuero pisa, el ceñido traje amarillo con arnés, y la capa roja y el halo metálico del santo contra un decorado hiperreal, completan el conjunto del cual Pérez-Mínguez realizó cuatro variaciones, cambiando en cada una la figura del superhéroe por la de un gladiador nuevo. Esto, para acentuar la versatilidad del kitsch, creciéndose a medida que se incrementan las transcripciones de un determinado original.

“Sin palabras” (1985), “Camello de Ibiza” (1989) y “Aspirina” (2004) reciclan los preceptos de la reproducción mecánica aplicándolos a la publicidad de las vallas donde la masificación del whisky, los cigarrillos o un analgésico pretenden mantener la utopía de una exclusividad que el soporte mismo, ubicado además en lugares inhóspitos, lleva al trash. Aquí la banalización de lo banal se hace también doblemente kitsch, pues recoge el esfuerzo inútil del mensaje por entusiasmar al viandante con lo manido del slogan. Algo que Pérez-Mínguez resalta, mediante una composición donde las vallas ocupan la totalidad del paisaje; cual si este se generara a partir de ellas y no a la inversa. Con ello, la vista queda enmarcada por las coordenadas donde se inserta el anuncio como un todo del que, quien mira la foto, no podrá escapar.

“El bufón” (1987), “Perfiles de estrellas” (1989) y “Trampantojo tropical” (1989) se hacen con la ilusión de vivir la existencia como un cuento, al condensar lo mágico contenido en la figura del bufón, el resplandor del éxito que irradian las estrellas famosas, y la exclusividad proveniente del dinero suficiente para aterrizar en avioneta privada sobre una playa paradisíaca. La primera instantánea, nos presenta el plano de un multicolor bufón, extraído de una casa de juegos en la madrileña calle de la Montera, notable por su ambiente de bajos fondos, sobre una vitrina tras la cual se adivina la actividad del local. La superposición de azar y deseo, que el reflejo del cristal y el malicioso rostro del arlequín condensan, incorpora además la actividad de compra-venta de drogas y cuerpos sucediéndose frente al local, a fin de no quede nada a la suerte.

“Perfiles de estrellas”, se apropia de las siluetas del artista de la Movida Txomin Salazar, sobre las cuales una lluvia de astros baña las sombras con su luminosidad, revistiéndolas de la anhelada gloria. La danza de claroscuros provenientes del negro del fondo, el gris de las siluetas y el blanco de las estrellas, contribuye a acrecentar el ambiente soñador proyectado por la obra desde la imagen fotográfica, complementándose ambas representaciones desde el guiño irónico hacia el espectador, seducido por el ansia de experimentar vicariamente la fama que irradia el conjunto.

“Trampantojo tropical” satiriza la sensación de sentirse amos del mundo, de quienes viajan en sus propias avionetas o a cuenta de las corporaciones que les respaldan, en el coqueto aeroplano plástico aterrizando sobre la arena de una colorida playa. El fotomontaje con los rosas, azules y rojos del conjunto contra el verde intenso de las palmeras, profundiza la impresión de estar también ante un litoral de juguete, el cliché de un afiche turístico o el fotograma de algún videojuego. En el divertimento que implica la composición de la imagen, el espectador se enfrenta a su propia añoranza por retozar en el espacio que la vista ofrece, inocente también como en un juego, e igualmente feliz de gozar del privilegio encerrado en ese prodigioso instante cuando pueda descender, contento y sin obstáculos, sobre las dunas de un paraje similar.

“La joven democracia española” (1986), “Gitana con niña” (1987), “La señorita Perestroica” (1988), “Vendedora de naranjas” (1999), “Esfera armilar” (2001), “Eros y Psique” (2002) y “Lima” (2004), reinterpretan ciertos estereotipos políticos, sociales o mitológicos, destacando lo trillado que hay en ellos. Se reinventan, así, conductas dinámicas y destrezas representativas de una estética, donde entelequias y extravagancias convergen en el devenir de obras sobresaturadas, humorísticas y, por sobre todo, plásticas en su doble acepción. Maleabilidad y artificialidad interactúan entonces en el espacio de la fotografía, sintetizando lúdicamente la ideología subyacente, a fin de enfrentar al espectador con sus personales dictámenes, razonamientos y distanciamientos para con el objeto del retrato.

De este modo, “La señorita Perestroica” y “La joven democracia española” operan como “trazos asignificantes” de las instituciones participativas en dos países saliendo de largas dictaduras. Ello buscando, no imponer sino exponer, para que quien se involucra en el tema no actúe desde la preconcepción de lo que el artista quiere que vea, sino ejerza su libre albedrío y transfiera a la imagen sus particulares sensaciones.

En la primera, un niño, a punto también de cumplir una década, aparece pensativo y cubierto por un girón de la bandera española, sentado sobre una base cubierta por brocados contra un fondo violeta. La densidad de las telas y la iluminación, resaltan la ambigüedad del momento histórico, entre el ocaso de un pasado doloroso y el despuntar de una manera nueva de vivir que, entre 1976 y 1986, fue testigo de transiciones, tergiversaciones, desgarramientos y restructuraciones en aras de una apaciguamiento, nunca lo suficientemente completo, dadas las distintas crisis económicas y de poder, así como la fuerte presencia del separatismo catalán y vasco. Ello, sin descontar, al proyectar la fotografía hacia nuestra contemporaneidad, la corrupción de los partidos que emergieron entonces, así como la aparición de nuevos populismos, cual es el del grupo Podemos, financiado y apoyado por populismos aún más turbios, como el venezolano. Grupos, a fin de cuentas, que aprovechan lo revuelto de las aguas nacionales, para atraer a una población, desilusionada al punto de querer aferrarse a un clavo ardiendo con tal de que “cambien las cosas”.

La segunda, nos presenta a una joven con una diadema confeccionada con el distintivo de una marca automovilística, sosteniendo un retrato de Mikhail Gorbachov, lista para redecorar su despacho. El proceso de reconstrucción de la Unión Soviética iniciado por el líder, es llevado a la irrisión desde el gesto de la “señorita Perestroica” disponiéndose a colgar el retrato, al hacer del final de la Guerra Fría un momento portátil tal cual, efectivamente, la Historia ha demostrado fue aquella hazaña. El resurgimiento en el nuevo milenio de los antiguos discursos del Soviet, las amenazas contra Occidente, las intervenciones de países fronterizos, y los absolutismos de Estado, unidos a la rampante corrupción política y económica, demuestran lo desechable y provisional de aquel esfuerzo. Un esfuerzo que, visionariamente, esta obra de Pérez-Mínguez capta, desde la capacidad del kitsch para hacerse con su objeto y desmitificarlo, a fin de mostrarlo en todo el esplendor de su bien ensayada falsedad.

Este claro simulacro, deviene manierismo barroco en “Gitana con niña”, “Vendedora de naranjas” y “Lima”. Tres alegorías afines a los trasiegos trasatlánticos de ciertos mitos hispanos, que el artista extrae del contexto originario para encontrarlos en el tejido postmoderno, donde se reinventan y deslastran de sus connotaciones negativas. En la primera foto, el carácter trashumante y marginal que la gitana ha ocupado dentro del imaginario ibérico, desaparece en aras de una reinvención, no solo del look, donde batas de cola, faralaos, claveles y collares de cuentas son sustituidos por faldas tubo, medias de redecilla, licra y accesorios industriales, sino de la actitud independiente y desafiante donde no hay ya lugar para el choteo.

“Vendedora de naranjas” desconstruye un motivo recurrente en el muralismo, la pintura realista, el arte naif, la publicidad y la decoración de loza y figuritas de porcelana, para insertarlo en una dialéctica no ornamental sino argumental, donde el manido arquetipo se distancia de tales representaciones, a favor de una estilización del modelo, lograda mediante la sutil escogencia de los accesorios, maquillaje, vestimenta y cargamento. El fondo abstracto y la iluminación hiperreal completan lo sofisticado de la composición, distanciándola del localismo. Aún la presencia del abanico y la peineta, en su nitidez, revelan la certeza de un desconcierto a los ojos del espectador, pues le impiden ubicarlos en el escenario de charanga y pandereta o con el recargamiento representativo de la fallera valenciana.

“Lima” retoza entre el cítrico y la ciudad, desde lo sugerente de un joven semidesnudo mirando cautivadoramente a la cámara tras el follaje de un posible limonero, sosteniendo un cartel donde aparece escrita la palabra que da título al retrato. Pero más que mostrarnos un estereotipo reconocible, el artista propone un décalage geográfico al transformar al “inca Nicolás” en alegoría de Lautaro, el caudillo Mapuche que da también nombre a una ciudad chilena. La función del modelo, ya ambigua de por sí, se vuelve mucho más enigmática, al ocultarnos una parte del rostro tras las hojas, por obra de una iluminación donde dominan los tonos carmesí contra un fondo rosa. El trompe-l’oeil resultante, unido al afectado efecto del conjunto, le otorga gravedad y ese “peso icónico” que Pablo Pérez-Mínguez buscó siempre en sus fotografías, mediante una estereofonía de razón y pasión donde se tensan los arquetipos, se desmitifican los ídolos y se celebra, por sobre todo, la diferencia.

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