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Michele Castelli
viceversa

El Escenógrafo (Parte I)

Cuando por fin llega, después de caminar bajo el sol tres o cuatro horas sin descanso, nota una larga fila de personas que van, tal vez, por la misma razón al “TERRITORIO ITALIANO”, como reza un pequeño aviso pegado a la pared externa de una quinta pintada pulcramente de azul y blanco. Salvatore obvia la cola y se dirige al portón de entrada donde lo para en seco un policía, uniformado de caqui igual al de la Plaza. Se asusta, al principio, pero luego cuando nota que el tipo es casi amable y que hasta conoce algunas palabritas en italiano, se arma de coraje y le dice con un tono de mucha agitación:

– Necesito hablar con el Cónsul, ya. Me metieron preso sin motivos, me orinaron encima en el calabozo inmundo, y de paso no tengo ni un centavo en el bolsillo, ni siquiera para un pan de a locha, o para un cambur manzano. Estoy harto de esto. ¡Que me devuelvan para mi casa, ya! Prefiero mil veces servir al ejército en mi patria que pasar terrible tormento acá.

– Relájese compañero – le contesta afable el policía a quien le había caído bien el italiano. – El principio es duro en todas partes. Reflexione un poco antes de tomar una decisión tan drástica… Me acaban de pagar mi salario miserable, apenas ochenta bolívares que no valen mucho. Le presto la mitad para que pueda sobrevivir una semana o más mientras consiga algún trabajo estable. Le aconsejo que se vaya de esa zona roja, peligrosa, donde está hospedado ahora, y busque algo mejor en los alrededores de El Conde, de Los Caobos o cerca de Sabana Grande.

El joven acepta la ayuda, y el consejo del uniformado que le cae del cielo como el maná. Al día siguiente rasurado, perfumado y con un traje nuevo de fresca gabardina, se sienta en una mesa del Piccolo Caffé donde por vez primera tiene la sensación de estar en casa, pues además de lo aseado del lugar nota que casi todos hablan italiano. Un distinguido señor, de cabellos blancos, conversa con otro al lado y le comenta que en el Canal ya todo está listo para el estreno del Otello: sólo falta contratar a un buen escenógrafo, difícil de conseguir en este incipiente mercado del arte del espectáculo. Salvatore, al escuchar semejante diálogo, levanta la cabeza y se atreve a proferir la gran mentira.

– Disculpen mi intrusión – dice, sin que la voz le tiemble para nada. – Si buscan a un escenógrafo de experiencia, aquí lo tienen. Acabo de llegar de Italia y me pongo a la disposición de ustedes.

Se miran en la cara los dos hombres. Algo le creen a primera vista, porque es falso que el hábito no hace al monje: la elegancia que distingue al joven es una credencial importante. Por eso, al día siguiente, le dan cita en Quinta Crespo para que se entreviste con Román, el director.

Román no tiene la virtud del largo discurrir, o de la oratoria fácil. Más bien se le debe leer el pensamiento. Dice cosas con los ojos mirando al cielo, imaginándose sólo para sí el escenario fantástico en el que el General de la poderosa armada, el Moro de Venecia, víctima de intrigas de palacio, por celos irreparables mata a Desdémona su amada. Pobre Salvatore, en qué lío se ha metido. Qué hacer. ¿Huir? ¿Perderse por la selva, o por los llanos, o por los Andes donde vive solitario el gavilán?

– ¡No! – Se dice finalmente. – Huyen los cobardes. Haré cuatro dibujos que representen, uno, un fondo de la bella Chipre, dominio veneciano; otro, la parte externa del Castillo y las blancas olas del hermoso Egeo; el tercero, los muebles del tardío renacimiento en la Sala de Armas del fortín; y el cuarto, finalmente, la alcoba de Desdémona con su cama de finos velos. Por suerte me he traído un libro que habla de eso. Si no gustan, paciencia, no habrá pasado nada…

Gustan, en cambio, tanto que no sólo el gran Chalbaud lo pone en la palma de su mano, sino que en poco tiempo se convierte en consejero de moda de todas las actrices, en amante también de algunas de ellas, y en asiduo personaje de esos ambientes donde licor, mujeres bonitas y vicios de otro tipo te atrapan como un imán de poderosos óxidos de hierro. Por eso, en poco tiempo, el cuerpo comienza a consumirse y el médico le aconseja regresarse a casa antes de sucumbir en tierra ajena sin la palabra consoladora de la familia.

El día en que sale el buque, antes de dirigirse al puerto de La Guaira busca al policía que todavía vigila la sede del Consulado en la Campiña, le pone entre las manos un fajo de billetes, y le dice fuertemente emocionado:

– Amigo, aquí le va la recompensa por sus palabras de aliento y el generoso apoyo. Usted tenía razón en decirme que en esta tierra sólo el audaz se abre caminos como un buque rompehielo en aguas congeladas. Patria inmaculada ésta, que va moldeada, por hijos nobles con ganas de progreso. Yo me he hecho atrapar por el canto de sirenas malvadas así que, aunque me vaya con los bolsillos llenos, necesito regenerarme el alma en la paz de mi Sicilia natal para luego volver, un día, a recuperar con un esfuerzo enorme, el tiempo perdido tras los perfumes engañosos de flores pendencieras. Hasta la vista, amigo.

Regresa, en realidad, un día, y se queda para siempre, convirtiéndose con el tiempo en esposo consecuente, padre primoroso, abuelo cariñoso y en próspero fabricante de calzados.


Photo Credits: Ambra Galassi

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