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Érase una vez un pueblo llamado Nanto

Luego de una hora de carro, cuatro de tren, otra en autobús, seis en el primer vuelo y once en el segundo, finalmente llego a ese aeropuerto donde los abrazos se han extinto. Cansada, me derrumbo en la sala de espera, valga la redundancia, a esperar. Mis ojos siguen abiertos por mera obra de Dios. Luego de unos cuantos minutos, dos siluetas se acercan. Les devuelvo la mirada, completamente vacía hasta que mis neuronas, a duras penas, logran su sinapsis y los reconozco. Son mis amigos que han venido a buscarme!

Llegamos a su casa a las 3 de la mañana. Al día siguiente nos tocaba despertador a las siete de la mañana y otro viaje de siete horas en carro para llegar a aquel pueblo perdido en el oeste del país. Las cuatro horas de sueño parecen diluirse en cuatro minutos.

A la mañana llenamos el carro de maletas y arrancamos. Una voz de adolescente nos acompaña desde el GPS, pero sus direcciones son puramente sugerencias para quien está al volante. Un experimento cuyo resultado es el de jamás adivinar la vía correcta. Así que después de varias vueltas en U, selvas, bosques y ciudades, llegamos a nuestra destinación: Nanto. Un pueblo al oeste del Japón inundado por campos de arroz.

La vía que lleva a la casa es estrecha y elevada, pasa por el medio de dos campos de arroz. Cada noche, ese camino está alumbrado tan solo por las estrellas. Más de una vez estuvimos a punto de terminar sumergidos en el campo de arroz, repleto de agua, ranas y saltamontes. Secretamente esperaba que esa desaventura sucediera.

La casa que volvimos nuestra guarida era de película de Ozu, con una arquitectura tradicional japonesa, de esas con techos elaborados, templos para los difuntos y paredes deslizables.

Los días los pasamos sumergidos entre ritmos nuevos e idiomas distintos, escuchando música de Madagascar, República de Togo, Korea, Japón, Somaliland, Argentina y Venezuela en el festival de música Sukiyaki Meets the World. La invitada principal fue la cantante venezolana Cecilia Todd, quien junto a los miembros de su banda, contagió de alegría a todos los presentes. Para mi gran sorpresa, fueron muchísimos los japoneses que cantaban, bailaban y tocaban música venezolana con un amor y dedicación que daba curiosidad, asombro, y una pizca de envidia. Fue refrescante ver a Venezuela, ese país herido que vaga entristecido por las calles de distintas ciudades del mundo, a través de la mirada límpida de los japoneses.

Las noches las pasamos alrededor de la mesa de la cocina hablando sin descanso, hasta darnos cuenta que ya eran las tres de la mañana. En aquella cocina antigua, surtida solamente por una hornilla eléctrica, bastoncillos japoneses, y una olla con la que se cocinó pasta a la norma, noodles fritos, y panquecas japonesas, se desentrañaron intimidades y recuerdos, hablamos del día en el cual a mis amigos los confundieron por una pareja gay en Nueva York, de la falta que les hacen los abrazos que se regalan en América, así como de la política estadounidense, de la milenaria historia japonesa con todos sus reinados y monarquías, música, cultura y costumbres, de Italia con todos sus sabores, pasiones y amor perdido por el fútbol, de la política venezolana, de las relaciones fallidas con muchachas europeas, dating apps, el amor en Japón, teorías conspiradoras del 9/11…

Hace diez días había llegado con una maleta llena de galletas en previsión de una emergencia culinaria. Ahora la maleta regresa a casa con las galletas intactas, con cámaras repletas de vídeos y fotos, CDs firmados por artistas provenientes de otros planetas, y un gran deseo de regresar pronto a ese rincón del mundo tan distinto de aquel que llamo casa.

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