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Adrian Ferrero

Enfermedad y arte: la salud de los creadores

Me interesaba ensayar algunas hipótesis en torno de la así llamada locura y qué tipo de relación entabla, en tanto que patología, con los creadores o, al menos, con un grupo de ellos, algunos que han destacado, cuyos casos procederé a abordar con diverso grado de profundidad en el presente artículo. Si la locura no puede ser comparada con las enfermedades infectocontagiosas o de índole orgánica, rodeada de mitos, miedos, descalificaciones, sí vale la pena detenerse en ella, indagar a fondo en los fundamentos que sostienen ese andamiaje prejuicioso para, precisamente, desmontarlo. Para, precisamente, vivir en una sociedad más saludable. De naturaleza inclusiva no solo desde lo estrictamente saludable sino también en lo referido al género.

Mi intención es hacerlo entonces con ciertas personalidades trascedentes de la cultura literaria o artística para procurar comprender qué hay de mito, qué de prejuicio y qué de superstición en una cadena asociativa que bien puede proseguir orientada hacia otros núcleos de sentido desde una perspectiva semasiológica. En su apreciación, en el modo de nombrarla, en las emociones que suscita, precisamente porque mi hipótesis consiste en que lo que impide un juicio certero, equilibrado, acertado sobre ellas, consiste en un fundamento profundamente temido, además de deformante, lo que las vuelve innombrables, objeto de subestimación hacia el paciente o bien como un estigma con el que deberá vivir, convivir (según los casos), por el resto de su vida o bien hacerlo de modo transitorio, una persona. Si alguien padece o ha padecido una enfermedad psiquiátrica lo más frecuente es que, como la homosexualidad, quede de por vida asociado a ese mote, a esa reputación de “loco” indefinidamente. Deberá rendir numerosas pruebas antes de ser rehabilitado por la sociedad para que reconsidere su posición y vuelva a ubicar en un lugar de ciudadano en sus cabales o bien como actor social productivo a esa persona. Lo cierto es que también estriba en ese semejante el actuar según una conducta ética que sea la que, en definitiva, funcione como la que da cuenta acerca de su identidad, no un eventual estado de salud que bien puede mutar según tratamientos o remisiones.

A partir de allí, me interesa saltar a alguna clase de conclusiones en torno del tema que, si bien no soy un experto ni en psiquiatría ni en psicoanálisis, sí he podido tener acceso a testimonios que algunos de los citados artistas (o incluso personas que no lo son pero sí me sirve su experiencia), quienes los han dejado por sentado o lo han asentado antes de morir, por un lado. Su legado asociado a una cierta clase de documento acerca de su experiencia psicopatológica, digamos. Por el otro, he leído biografías o autobiografías, relatos que revelan momentos estremecedores, como el de la pintora y escritora inglesa luego radicada en México, Leonora Carrington, escapándose de un manicomio, quien luego llevara una vida perfectamente normal como pintora surrealista y, también, como escritora en menor medida, por citar solo un caso del que me documenté, como un relato en el que ella da cuenta de sus experiencias en el sentido de lo experimentado durante la etapa en la que pasó por la locura.

Aclararía, eso sí, desde estos primeros párrafos del artículo, que mi acercamiento al tema de la enfermedad mental no será el de la clínica, con bibliografía que gravite en torno de su argumentación o abordaje. Si bien habrá pinceladas que aludan a los tratamientos, ello formará parte de un conocimiento elemental de las psicoterapias. Bien hay autores, de reconocido prestigio que sí lo hacen o sí lo han hecho, como la estadounidense Siri Hustvedt (pienso en sus libros La mujer temblorosa o la historia de mis nervios, de 2010, ensayos de Vivir, pensar, mirar, de 2012 u otros de La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, 2016, entre otros libros que abordan las neurociencias), sino un trabajo que, desde las humanidades, el arte y las ciencias sociales procura deslindar e interrogar la sinrazón que cubre este fenómeno de la experiencia social, sus mitos, los juicios deformantes que la rodean. Y procederé a hacerlo con herramientas y recursos que en lo esencial se fundamentan no en una epistemología científica, en datos o bibliografía de ese campo de la investigación o de los saberes. Estoy más interesado en indagar en las enfermedades psiquiátricas desde el arte mismo, desde el análisis crítico discurso, desde el análisis literario, desde las humanidades, desde la crítica literaria, desde la crítica cultural, menos que desde el territorio de la medicina. Me interesa más lo que rodea a la enfermedad que la enfermedad misma, su construcción social. Esto es: desde el campo de estudios en el que estoy formado, capacitado y a partir del cual investigo, esos saberes me son ajenos. Estoy entrenado para realizar enfoques de crítica de la sociedad a través de la poética, de modo que mi mirada consistirá en asediar a las enfermedades mentales desde fuentes propias de los productores culturales, sus biografías y algunas de sus obras artísticas. Me interesa asimismo la filmografía, en casos señalados en los que este tema está presente de modo explícito. Por otra parte, será inevitable proceder a un relevamiento del modo como la sociedad asiste a esta clase de psicopatologías desde la exclusión. De modo que, para ser honestos, mi formación es la carrera de Letras, con un doctorado, por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) con énfasis en literatura argentina contemporánea, en crítica y teoría literarias y será el que guíe no necesariamente la metodología pero sí la producción del discurso. Esto como punto de partida. Y para sentar las bases de un pacto honesto con el lector según el cual pretendo no existan equívocos respecto de mi área de competencia ni de injerencia, también me gustaría agregar que soy periodista cultural, esto es, ejerzo un tipo de intervención en el marco de los medios masivos en directa relación con la poética, la crítica y la teoría, pero también con toda otra serie de fenómenos sociales que abarcan la sociocultura y más episódicamente el de la actualidad. Concretamente, entre el año 2020 y 2021 consagré una serie de artículos a una enfermedad: el COVID-19. De modo que soy un preocupado por la salud para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía desde el compromiso con la palabra. En particular para desmitificar, para derrotar a los miedos, para evitar los eufemismos sino llamar a las cosas por su nombre. Y para, sirviéndome del arte o la interrogación crítica, arribar a conclusiones persuasivas que me permitan revisar los lugares comunes que tan nocivos se han mostrado para que una sociedad progrese.

Pero vamos a las cosas. Si bien es sabido que toda clase de gente sufre de trastornos de orden mental, no menos cierto es que suelen trascender públicamente sólo los casos de figuras célebres (no sólo del mundo del arte, sino del espectáculo o los protagonistas del universo mediático, las personas más expuestas). Hay muchas personas que las padecen y las ocultan como si fueran el síntoma vergonzoso de un delito o, quizás, en el imaginario social como si hubieran cometido alguna clase de infracción grave al orden social en cualquiera de sus dimensiones. El símil de una infracción legal. Susan Sontag ha explicado este fenómeno, pero en lo relativo al cáncer: se experimenta la enfermedad desde la vergüenza, como un castigo, acaso como el destino de un calvario que quizás se piensa (y se está convencido) se merecía. Esta circunstancia sume al paciente en una situación de ansiedad angustiosa, de zozobra, difícil de sobrellevar. Estimo que tal circunstancia tiene que ver fundamentalmente con el tabú que gira en torno de ellas, la desinformación (punto fundamental), el irracionalismo, la perspectiva ignorante o bien malintencionada en otros casos. En el caso de la locura, puede percibirse como resultado de sus síntomas la discriminación y el chisme como impacto social de ella. Esto es: de la superstición nos trasladamos al territorio del rechazo o el repudio abierto o solapado al orden de la ética, a la cual afecta. También a la falta de comprensión. En torno de estos ejes han trabajado en el caso del cáncer, la tuberculosis y la tisis la reconocida escritora y crítica Susan Sontag en EE.UU. En Francia, son también conocidos en el campo de la crítica de la cultura, la filosofía y las ciencias sociales los libros de Michel Foucault, alguno de los cuales he consultado para el presente artículo, en especial para el desarrollo diacrónico de la enfermedad. Me refiero a La Historia de la locura en la época clásica. (1961, en mi edición 2 Tomos). En efecto, entre otras consideraciones, en lo referente al confinamiento de los enfermos mentales, Foucault estudió un fenómeno interesante del que no todos están al tanto: lo que antes habían sido utilizados como leprosarios, en virtud de que esa enfermedad estaba generalizada y cundió durante la Edad Media y la etapa inmediatamente posterior, fueron utilizados una vez controlada esa enfermedad, como espacios, cuando se pretendió apartar a quienes padecían la locura de la sociedad, en lo que ahora son los actuales manicomios. Hubo un desplazamiento de una hospitalización ligada al contagio al encierro. De la patología que deformaba la carne, era destructiva de la piel, de las facciones, la medicina o el Estado (el uno amparado ideológicamente por la otra), procedía entonces a “el gran encierro”.

El escritor Pedro Lemebel, en Chile, en su libro de crónicas Loco afán. Crónicas de Sidario (1996), se ocupa del estudio del SIDA como “colonización de los cuerpos” por parte de la enfermedad del SIDA, señala Susana Souilla, investigadora de la Universidad Nacional de La Plata, en las Actas de un Congreso de la carrera de Letras en la ciudad de Mar del Plata (Argentina) en su ponencia. Y en su monumental novela La montaña mágica (1924) el alemán Thomas Mann, no desde una perspectiva de estudioso sino desde la ficción (estrategia en ocasiones más eficaz aún que la del estudio o la investigación crítica, social o clínica, al igual que las crónicas), le consagra un abordaje narrativo a la tuberculosis. Quiero decir: la enfermedad ha alimentado (siempre con reticencias y ligada en muchos casos a lo autobiográfico, siempre como metáfora) la escritura de autores y filósofos. No tantos, pero sí la de algunos de los más lúcidos. Estos son los trabajos que primero vienen a mi mente, ligados a la enfermedad, porque además pertenecen a mi campo de estudios: la literatura y, más lateralmente, la crítica cultural y las ciencias sociales. Si uno diera un paso más allá, podría mencionar ejemplos de casos clínicos, como veremos más delante de artistas célebres.

He escuchado de boca de algunos profesionales que el arte puede resultar terapéutico en ocasiones. De hecho, existen profesiones en torno de esta materia en las que es posible diplomarse a los fines prácticos de trabajar en espacios en los que se realizan tratamientos. A esas terapias se las denomina “terapistas ocupacionales” si trabajan con las artes manuales. Es una profesión remunerada y a la cual se consagran muchas personas, al igual que la enfermería u otra clase de trabajo. Otro tipo de trabajos en tal sentido lo es la música, el trabajo corporal (no tanto el deporte, sino un abordaje sensible del trabajo corporal, la escritura creativa misma). Resulta evidente entonces que esta dimensión del arte en la cual su impacto positivo sobre el paciente (que no “agente”, tomemos nota del contrapunto de estas palabras) resulta de singular bienestar y altamente fecundo para su reinserción en el orden de lo social cuando el sujeto ha sido expulsado de él producto de una enfermedad que pudo revestir un cuadro episódico o bien crónico. En buena parte de las clínicas para atención psiquiátrica suelen estar previstas actividades orientadas hacia estas ramas de la actividad sensible. De modo que todo conduce a pensar que, al menos en ciertas personas y dirigidas por la mano de la ciencia médica (dato nada menor del que conviene tomar nota, en virtud de que es la epistemología científica la que rige la intervención del arte en los pacientes, y no al revés) cumple efectivamente un rol terapéutico o idealmente así lo hace. Y cuando digo “orientada por la ciencia médica” me refiero a que resulta evidente que existe un control social sobre el paciente a través de estas actividades pero que está digitado por la ciencia médica. “El poder psiquiátrico”, tal el título de un libro de Foucault, hace sentir su gobierno sobre el resto de las prácticas. No por las actividades terapéuticas como tales de modo autónomo o independiente. Están supeditadas como un subgrupo que les son dependientes, de orden, instrumental. A estas terapias se las pretende orientar en torno de ciertas conductas y no de otras. Presuntamente inclusivas, pero al mismo tiempo por parte de una ingeniería que moldea la subjetividad social del paciente por parte de la ciencia médica. De modo que habría una suerte de diseño (complejo) mediante el cual el trabajo en terapias (corporales, musicales, plásticas, literarias), estaría digitado por la Psiquiatría. Circunstancia que tiene repercusiones indudables. No desarrollaré este punto en el presente artículo, pero sí me gustaría tomar nota que evidentemente resulta sintomático desde el punto de vista de la asimilación y la construcción de subjetividades sociales.

Ahora bien: ¿qué ha sucedido en la Historia del arte entre creadores y la así llamada locura? En principio estimo que buena parte de ellos la han padecido en ciertas épocas, durante las cuales no existían por entonces los tratamientos ni terapias adecuados para revertirlas y menos aún para prevenirlas (si es que ello fuera posible de promover o de instrumentar en distintos contextos pertinentes frente a cualquier asomo de indicios). Épocas hubo en que al loco se le atribuyeron poderes suprasensibles como un visionario, cuyos mensajes debían ser descifrados porque encubrían verdades. Como si fuera un brujo un visionario.

El psicoanálisis es una disciplina de vida relativamente joven en relación con otras (sin ir más lejos, la medicina misma) y, hasta donde puedo discernirlo, también su nacimiento estuvo teñido de prejuicios aún en el caso de sus mentes más lúcidas. Veamos algunos, solo en lo relativo a cómo lo objetó Simone de Beauvoir, en El segundo sexo (1949) sobre la manera en que era concebida en el corpus freudiano y adleriano la mujer. Simone de Beauvoir le adjudica premisas patriarcales al corpus teórico psicoanalítico. Mencionaré la principal. Consiste en que el propio Freud fracasó “porque admite que el predominio del pene se explica por la soberanía del padre, y confiesa que ignora el origen de la supremacía del macho” (p. 72 de mi edición argentina de 1954). En segundo lugar, Simone de Beauvoir pone el acento en que la mujer define su identidad (en particular en lo relativo a su sexualidad) en la medida en que se “enajena” en otros sujetos familiares (lo que no sucede con el varón). En tal sentido, desde la perspectiva existencialista (fundamental, porque es a partir de la cual la escritora y filósofa teoriza), tiene lugar aquí un determinismo por dentro del que, si bien es posible reconocer, no obstante, ciertas constantes, también existen otra clase de variables y especificaciones desde el punto de vista especulativo que requieren reparos. Ella las formula naturalmente desde la perspectiva de la noción de libertad y trascendencia que tanto mujer como varón poseen o así debería ocurrir en términos ideales. El macho tiene el atributo de la trascendencia y la mujer carece de ella por no poseer un pene que la dote de tal. La mujer también se afirma en su singularidad y a partir de allí, acudiendo a su genitalidad clitoridiana y vaginal (postuladas por Freud), a las que accede en dos etapas distintas de su maduración, también puede gozar de una potencia que no le deniegue su condición de existente al igual que el macho. El pene no es sinónimo de dominación sino, en todo caso, de diferencia. No obstante, socialmente goza por su excrecencia, entre otros factores, de una atribución más potente. Por otra parte, feministas ulteriores, apuntaron a distintas nociones del psicoanálisis a partir de este comienzo que tempranamente señaló Simone de Beauvoir como una formulación teórica discutible de estos corpus. Esta revisión feminista fue fundamental.

Ahora bien: ¿cuál es el origen de la locura? Hay casos en los cuales, efectivamente, se trata de causas o bien de orden hereditario y genético o bien producto de experiencias traumáticas, entre otros factores de naturaleza múltiple, incluso simultánea. Esto es extensible al resto de la población que se consagra profesionalmente a otros sectores, no sólo al arte. De modo que consagrarse al arte no parecería ser sinónimo de inclinación a padecerla. Más bien se trata de un prejuicio fuertemente acentuado en el orden de lo social. Evidentemente desde todos los campos de la actividad humana existe la posibilidad de que alguien manifieste síntomas o contraiga abiertamente una enfermedad psiquiátrica. Esto está claro. Incluso desde la Psicología o la Psiquiatría mismas. Arte y enfermedad mental no se presuponen. Ni menos aún el hecho de que alguien se consagre a las humanidades es razón de devenir paciente. Y si hago este señalamiento con tanta elocuencia es porque se ha insistido (a mi juicio de modo infundado) en ciertos estereotipos acerca de que el arte puede o suele inclinar la balanza de la salud hacia la enfermedad. Cuando en verdad ha habido una enorme cantidad de creadores completamente saludables, con capacidades creativas superlativas, sin el menor asomo de sufrir psicopatologías. En tanto ha habido personas con padecimientos psiquiátricos pertenecientes a otras ramas de la actividad profesional (en diverso grado). De modo que nuevamente existe este mito respecto del cual la vida de un artista tiene como destino (he aquí el determinismo del que vengo hablando), el de la pérdida del juicio (en su doble acepción axiológicamente connotada negativamente de jurídica y mental). Esta profesión y el consagrarse a alguna de esas disciplinas no señalan un estado de cosas vinculado a la relación con la pérdida de la razón. El estudio o la práctica profesional del arte constituyen una zona de la experiencia social que ni se presuponen ni tampoco se implican. Simplemente pueden darse como puede ello no hacerlo.

Toda generalización es injusta, solía decirme una profesora de Filosofía de la Universidad Nacional de La Plata que fue mi docente. Pero puedo observar que hay una cierta cantidad de artistas que sufren alteraciones psiquiátricas por distintos motivos y el arte muy por el contrario suele resultar una actividad que los recupera de tal situación considerada de “desacomodo” (en el sentido social de la palabra, de estar “fuera de lugar”, “fuera de sus cabales”, por dentro de un orden social que pretende o aspira a ubicarnos en espacios normativos, nítidos, claros, específicos, no ambiguos) respecto de un sistema compulsivo/obligatorio que se ha validado como el legítimo, pero en verdad consiste en su opuesto, el ilegítimo.

No obstante, hay casos leves y casos agudos de padecimientos de este tipo. Los graves está más que claro que resulta y hasta, me parece, contraproducente una actividad de exposición en la cual la sensibilidad pueda verse seriamente comprometida. Pienso en el trabajo de los actores, por ejemplo, que deben estar sometidos a la rutina de la mirada de una cantidad variable (pero por lo general notable) de un auditorio, tanto encima como debajo de un escenario, según su grado de notoriedad. Este sería un caso de arte no pertinente desde lo terapéutico a mi modo de ver. Y de hecho ha tenido lugar en el orden del espectáculo. No solo de la enfermedad mental sino del consumo de drogas. Sabemos que esta historia ha sido proverbial y autodestructiva.

En el ámbito de la literatura (y para remontarme exclusivamente a épocas más o menos recientes), el caso de Antonin Artaud (con cuya obra no estoy familiarizado, debo confesarlo, pero sí informado relativamente acerca de su poética y las prácticas que suponía desde lo específico de nuestra disciplina), un poeta y teatrista francés del siglo XX, suele ser paradigmático en el sentido del artista, por un lado, iconoclasta, revulsivo, radical en sus propuestas. Por el otro, que en un determinado momento de su biografía padece algún grado de perturbación psiquiátrica. En su caso permaneció durante nueve años en manicomios franceses hasta que un grupo de amigos logró sacarlo del último de ellos. Y había sido institucionalizado, tal como sucede en las cárceles con las personas que permanecen en ellas durante un tiempo prologado. Escribió un libro sugestivo ya desde su título: Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947) y fue el artífice de una corriente teatral muy influyente dentro de ese arte (especialmente en un creador argentino, un músico como Luis Alberto Spinetta), “el teatro de la crueldad”. Este teatro buscaba, mediante distintos recursos, pero fundamentalmente mediante una recitación de orden casi litúrgica, la desmecanización de la lógica instrumental (en principio) del lenguaje naturalizado o reificado por la razón instrumental. Este recitado permitiría un enrarecimiento del lenguaje, su sensación de una emoción auténtica, una emoción de incertidumbre, con el objeto de producir un extrañamiento que bajo un impacto que afectara las emociones en la captación del universo, modificaría la conducta del espectador durante el puesta y dejaría una huella de naturaleza perdurable. También perturbadora. Era más un teatro que incomodaba que uno pasatista.

Mucho antes, el poeta Hölderlin (como le ocurriría al también poeta Ezra Pound) padeció una enfermedad mental en grado sumo, y entiendo, a esta altura de los acontecimientos resulta absurdo asociar arte con locura de modo automático, inmediato. Ello no solo, es falaz sino es una afirmación abiertamente errónea. Es cierto que el arte viene a ser como esa grieta que brota de la sociedad a través de la cual se desbordan todo tipo de fantasmas, fantasías, absurdos, imaginaciones descabelladas y lo que está por fuera de control para la razón, en particular la instrumental. Y por ello puede llegar a aterrorizar y también a espeluznar (especialmente en algunos géneros como el gótico o el horror, pero también ciertos policiales sanguinarios, quizás incluso verosímiles en su devenir, protagonizados por la violencia, también la verbal). Pero, precisamente, son los agentes de semejante responsabilidad para con la sociedad como los artistas quienes suelen sufrir sus efectos más desestabilizadores. Pensaba también en los cuentos de Edgar Allan Poe, por supuesto, o bien en las poéticas de los malditos como Lautréamont.

Los mitos (como le fuera atribuido en la Edad Media a la lepra, como mencioné lo estudió Michel Foucault), las supersticiones, los estigmas, las habladurías, las descalificaciones y la discriminación producto de todos ellos, abundan en las personas poco reflexivas y maledicentes (incluso entre las más aparentemente calificadas), también entre profesiones propios de la salud de otras especialidades, quienes deberían ser los responsables, precisamente, de neutralizar los efectos en todo caso difíciles de controlar de los artistas o no, como personas consagradas a otras actividades. Y de promover los más liberadores y sanadores del arte y, directamente, de la reinserción adaptativa de una persona con estas patologías a su espacio social originario. La metabolización de factores que han resultado altamente dañinos para un sujeto (varón o mujer), con sus traumas, me parece fundamental. Son fundamentales y pueden colaborar para con ella tanto profesionales como seres queridos o familiares. También personas ligadas a él o ella por trabajo o por condiscipulado. En una época en la que se está hablando tan abiertamente del abuso sexual, de las violaciones, con las secuelas tremendas que dejan en el orden psíquicos, afrontar cuestiones ligadas a problemáticas mentales me parece capital.

Así, de modo paradojal y profundamente contradictorio, la sociedad funda un pacto (o, mejor dicho, lo dicta), con el enfermo, desde una conducta ligada a la sanción, al castigo. Aparentemente merecido (¿por consagrarse al arte de modo talentoso?). Desde la mirada de la exclusión el enfermo mental es contemplado como “caso clínico”, como “cuadro de comportamiento amenazante”, no como un semejante. Más bien se aparta este atributo de su consideración. Deja de serlo. Lo pierde. Es un “psicótico” o un “neurótico obsesivo” o un “esquizofrénico”, o padece de un “Trastorno obsesivo compulsivo (TOC)”. Estos diagnósticos provienen más de la disciplina que de la psicopatología misma, que no siempre encaja en diagnósticos rígidos. Más bien se sale de esos rótulos tan elementales. Esto es: un determinado modo de abordaje (que bien podría ser otro muy distinto, no de naturaleza rígida o estereotípica) del fenómeno psicopatológico es ubicado en categorías por dentro de las cuales ingresa como parte de un catálogo estrictamente regulado de modo preliminar sin atender a, por lo pronto, un presente histórico diferente. Los diagnósticos se parecen sospechosamente a los rótulos. Descriptivamente, semasiológicamente, un sujeto que se ajusta a esas características es una persona objeto de un disciplinamiento producto de su condición de paciente con un nombre (el que les otorga su diagnóstico). Se elabora una “narrativa del paciente”: su célebre “historia clínica”, según avatares más o menos accidentados respecto de su vida. Los profesionales aspiran evidentemente a que esos diagnósticos sean precisos, ajustados (los más serios) a una taxonomía más o menos exitosa cuando han logrado hacer encajar el cuadro del paciente en las definiciones de la Psiquiatría. Se trata de proceder a una organización por correspondencia entre síntomas, evolución y culminación (más o menos exitosa) de estas psicopatologías. El paciente ingresa o, peor aún, debe ingresar de modo compulsivo en dichas categorías con notable imprecisión o generalidad. Se apartan o dejan de lado matices imprescindibles. En ocasiones los diagnósticos pueden ser contemplados de modo dinámico en función de su estabilización como producto de un tratamiento (en el supuesto caso de que esté bien administrado). Con posiciones más flexibles, de mayor apertura. A esto no siempre se atiende.

Hay enfermedades crónicas y otras que tienen que ver con episodios. De modo que lo que antes era una categoría ahora ha devenido o bien en un estado así llamado “normal”, “saludable”, ha sido objeto de la “cura” (probablemente con la presencia de un psicólogo que acompaña el proceso de recuperación desde lo psicoterapéutico). En fin, en este punto la psiquiatría revela sus notas más inexactas, más imprecisas, más generalizadoras, menos humanistas y también menos fundamentadas (o, como mínimo, más dogmáticas) respecto de los diagnósticos y, por lo tanto, de los tratamientos correspondientes a seguir con medicaciones que les son prescriptos a los pacientes. Esa medicación (en otra época de dramáticos electroshocks, entre otras terapias que incluían mangueras con agua fría o violentos baños de agua helada) son los dispositivos que mantendrían asimilados a los pacientes a la sociedad de un modo más o menos exitoso. De no serlo, se procede, como es sabido, a su reclusión o confinamiento inmediato (en ocasiones perpetuo) en instituciones de la más diversa calificación, en función de las posibilidades económicas pero también geográficas. Esto es: si alguien reside en un pueblo alejado de las grandes urbes, deberá acudir (en caso de disponer del dinero necesario), a centros de salud apropiados ubicados en lugares en mayor o menor medida distantes porque en su pueblo o localidad no existen instituciones que se ocupen de tales tratamientos. Si bien ha habido iniciativas en el mundo, como es sabido, de desmanicomialización (en particular en Italia), lo cierto es que existen, al menos en Argentina, estas clínicas o incluso Hospitales neuropsiquiátricos públicos. Como el Hospital de “Melchor Romero” en La Plata o, en Buenos Aires, el “Borda”, entre otros.

Dentro de las artes plásticas, dos casos célebres se recortan como paradigmáticos: Vincent van Gogh y Camille Claudel, escultora y hermana del reconocido escritor francés del mismo apellido. Ambos revisten dos casos que, por motivos distintos, quisiera abordar. El padre de la escultora Camille Claudel, cuando comenzó a padecer los síntomas de la enfermedad mental, no era partidario de internarla en un manicomio. Fallecido este, su familia sí tomó la decisión de internarla. Camille pasó encerrada los últimos treinta años de su vida. Su familia prohibió que recibiera visitas y nunca fueron a verla, salvo su hermano Paul Claudel, quien la visitó tan solo siete veces. Camille falleció en 1943, y fue enterrada en una tumba sin nombre, solo con los números 1943 -n392, en el pequeño cementerio de la institución mental de Montdevergues. A la muerte de Paul Claudel, en 1955, se levantó el veto que existía en la familia acerca de Camille y los descendientes quisieron darle una tumba acorde a su dignidad. Escribieron a Montdevergues solicitando la ubicación exacta de su tumba y la exhumación para su traslado. La institución les contestó que la tumba había desaparecido, ya que la institución había necesitado una serie de ampliaciones y se habían utilizado los terrenos del pequeño cementerio donde se enterraba a los pacientes olvidados por sus familias.

Fueron dos situaciones por completo diferentes. Van Gogh se comprometió desde las ideas en un comienzo (ignoro si ya con indicios de la locura) con una ideología primero social y política. Luego religiosa con tendencia hacia el mesianismo. Más tarde su enfermedad se fue agravando hasta el punto, según ha sido popularizado, de cortarse una oreja, pero, pese a ello, el ritmo febril de su producción creativa ganó en autenticidad, intensidad y hondura. Su hermano, Theo, con integridad y solidaridad lo protegió, amparó y acompañó fielmente y las célebres cartas que Vincent le dirigió, las conocidas Cartas a Theo, publicadas en 1914, son el testimonio magnífico del amor altruista y desinteresado hacia un ser querido. Concretamente del amor fraterno. A ello sumó envíos de dinero que le permitieron al pintor solventar sus gastos en un contexto de extrema pobreza.

Por último, en el caso de la escultora Camille Claudel (pueden apreciase fotografías estremecedoras respecto de su imagen anterior y posterior a su vida de internación en el manicomio), luego de relaciones que no fueron precisamente apacibles con otra personalidad mayor de las artes, el también escultor August Rodin, para quien primero posó, luego fue ayudante o asistente en su taller hasta devenir su amante. Finalmente, se convirtió en artista de tiempo completo. Esta situación se mezcla, quizás, con otras igualmente complejas desde otra perspectiva. La perspectiva concretamente de género. Se trata de la profesionalización en el campo (para el caso) del arte. Dudo mucho que fuera tomada por la sociedad de su tiempo histórico con aprobación dicha profesionalización en virtud de los condicionamientos hacia el sexo femenino, no solo en el campo del arte, coto vedado, territorio del sexo masculino. Por otra parte, con una personalidad de genio como Rodin, no debe de haber sido tarea sencilla manejar el propio talento sin que surgieran roces entre egos. Esas sociedades (concretamente la francesa) en lugar de apreciar solían repudiar a personalidades talentosas (si de veras lo son), cuando trabajaban a la par de un hombre de talento superlativo, a la vez que destacan tan prematuramente en la evolución de su arte y del arte en general. Esta circunstancia siempre es productora de resquemor, resistencia, recelo, incluso abierta hostilidad. Si a ello sumamos sus problemas mentales, la descalificación y marginación, nada cuesta imaginar, ha de haber sido definitiva. Queda, no obstante, el testimonio batallador de una obra plástica, magnífica, en este caso escultórica, de un valor incalculable que llama la atención por su excelencia. Y realizado en los términos tan precarios en que llevó a cabo su arte Camille Claudel. Si lo pensamos en un mero ejercicio de imaginación, no resulta difícil de conjeturar el conjunto de adversidades que se le deben de haber presentado, por dentro y por fuera de su estudio de trabajo. Y de haber debido afrontar con poder de determinación dichas adversidades. La asignación de roles de sexo/género no era favorable a la mujer, como no lo ha sido jamás en lo relativo al ejercicio profesional del arte. La Francia de entonces no fue la excepción con una artista relativamente joven. El arte figurativo estaba señalado por el sello del patriarcado, al igual que el resto de las artes. No hace falta más que acudir al universo de la poética, de la literatura, en los cuales las mujeres debían firmar con seudónimo sus obras para poder publicar. Ello pudo ser revertido muy tardíamente.

Existe un film biográfico francés, muy bueno por cierto, dirigido por Bruno Nuytten, titulado Una femme. Camille Claudel (1988), en el cual se plasman los 12 años de, efectivamente, tempestuosas relaciones entre Camille Claudel y Auguste Rodin. El guion pertenece a Bruno Nuyteen y Marilyn Goldin.

Yo estuve en la casa de Camille Claudel, en París. Hay una placa que la conmemora. De metal con grandes letras. Y cuando fui en el Museo Rodin donde, como no podía ser de otro modo, están sus obras de arte (porque no existe un Museo “Camille Claudel”) y quise verlas, estaban en una gira para ser exhibidas en otro museo de otro país de Europa. Por lo menos gozaba del privilegio de ser reconocida en otras partes del mundo, aunque no tuviera su propio museo.

¿Hay efectivamente un vínculo entre creatividad y la así llamada locura? ¿Es el arte disruptivo para el psiquismo del creador (y para el modo como la sociedad interactúa con él) o bien reúne eventuales partes desintegradas que es necesario articular de una única manera que sólo el arte puede lograr? Eso no queda en claro. Si el arte viene a romper con estructuras arraigadas (y tiende a atomizarlas, a romper con ellas: Alejandra Pizarnik es otro caso importante en poesía en tal sentido), o si bien en muchos artistas su trabajo funciona como una forma de canalizar sus tendencias patológicas, de exorcizarlas. Nuevamente, “toda generalización es injusta”.

Entiendo que concierne a los especialistas, con honestidad profesional, desprejuiciados y, en lo posible, humanistas, con excelencia académica y desde un lugar de responsabilidad no paternalista y menos aún compasiva sino, en todo caso, de naturaleza comprensiva, en un vínculo de horizontalidad, de consideración hacia el semejante, desde una ética del respeto hacia el paciente, explicarnos (así como tratarlos idóneamente) en qué consiste este fenómeno complejo que suele estar en boca de todos de modo tan deformante de modo nocivo y del que poco suele saberse, además del que poco suele hablarse salvo en Universidades. Sabemos que, como el cáncer o el SIDA, si se lo nombra se lo invoca y automáticamente atávicamente se considera que se los contraerá como un conjuro, como afirma Susan Sontag del cáncer. Como un acto de hechicería. El nombre funciona adoptando la forma de un llamado. Quiero decir: habría varios planos. El del saber popular, que deforma para descalificar. El de los psiquiatras o psicólogos prejuiciosos o burocratizados, que responden a la lógica de la disciplina sin perspectiva crítica. Y, en cambio, la afortunada presencia (más de psicólogos que de psiquiatras, hasta donde lo puedo apreciar en testimonios mediáticos y por intervenciones públicas, así como académicas y eventos científicos) que han adoptado una posición de revisión de su formación rígida universitaria, que los ha conducido a una toma de posición no dogmática.

No he asistido a congresos de psicoanalistas si bien me gustaría hacerlo. En mesas redondas en la ciudad de La Plata (Argentina), donde resido, sí he escuchado conversaciones que en ocasiones me han resultado algo herméticas (quizás por el nivel de especialización necesario para interpretar al discurso de los expertos) en las que expertos debatían aspectos teóricos pero que para quienes íbamos a informarnos como profanos resultaban difícilmente comprensibles de seguir en su argumentación. Hace falta una urgente democratización, difusión y divulgación de los conocimientos acerca de las psicopatologías y de la salud en lo referido a la salud mental con el objeto de, precisamente, evitar prejuicios en primer lugar entre los mismos profesionales. Veo este fenómeno como uno de los más graves obstáculos en torno de las enfermedades mentales, esto es, su construcción social, no tanto su patología psíquica. Su resignificación social. La ausencia, el vacío informativo, la ignorancia, el pavor, que provocan, salvo excepciones, por parte de la sociedad. La que no se escandaliza frente a una enfermedad como la diabetes o los cálculos renales, por citar tranquilizadores ejemplos para las almas temerosas.

Sería interesante abrir un amplio debate en el seno de la sociedad en torno del arte, las así llamadas enfermedades mentales y las ciencias de la salud, sumar las ciencias sociales, las humanidades, el discurso científico (se suele hablar de “el científico loco”, en un lugar común anodino), para que la sociedad, desde una posición de madurez de teoría y crítica reflexione sobre contenidos aparentemente temidos pero imprescindibles de ser afrontados si aspira a una calidad de vida de todos sus miembros que sea pareja. Y si aspira a ser éticamente más justa, más completa, más íntegra, menos negadora de las problemáticas que la aquejan. Otro tanto opino de enfermedades como el cáncer o el SIDA, estigmatizadas, como dije, que Susan Sontag estudió en su libro La enfermedad sus metáforas (1980) y luego El SIDA y sus metáforas.

Entre intereses creados, en especial económicos asociados a lo farmacológico en directa relación con los de los laboratorios, la escasez de cobertura de obras sociales públicas, en particular en los países subdesarrollados, pero con tratamientos por parte de cobertura médica privatizada en los otros, la situación desde la terapéutica también se agrava.

Tratamientos psicofarmacológicos fuertemente agresivos que atontan al paciente más que brindarle la lucidez necesaria para que reflexione y se despabile para comprender por la instancia por la que está atravesando, me parece que tanto el Primero como el Tercer Mundo vivimos en un estado de negación penosos. Habla muy mal de los ciudadanos, de su integridad y de su solidaridad.

En torno de los tabúes y la escasa divulgación científica (o una deformante o deformada) acerca del tema, estas circunstancias dieran la impresión de no haber progresado demasiado en más de dos milenios. Resulta preocupante el estado de los hospitales públicos en general, pero más en los de salud mental (peor aún en tiempos neoliberales que pasamos en Argentina o América Latina), que requerirían haber sido clausurados hace rato para refacciones a fondo y, lógicamente, una mucho mayor asignación de recursos del presupuesto del Estado nacional. En un elegante juego de palabras, podría decirse que los locos “no son cuestión de Estado” o no son “razón de Estado” (metáfora mucho más ajustada aun). .

Está esa falsa creencia, el aura de que quien escribe pierde la razón (como si la extraviara por la calle). Pero lo cierto es que aproximadamente le sucederá al creador lo que le sucedió al Quijote: “se le secó el seso” de tanto leer novelas de caballerías como El Amadís de Gaula (1508), la novela de caballerías por excelencia, de la cual el Quijote es su parodia. Al punto de confundir molinos de viento con gigantes, por un lado. A una campesina con una delicada doncella a cuyos favores aspira. Es un justiciero. Motivo por el cual también es un utopista. Nótese la aguda crítica de Cervantes de quienes, por fuera de toda forma de elevación del espíritu noble (el ejemplo más claro sería el propio don Quijote), esto es, de todo ideal de elevación de las almas, en un llamado a la ética, en cambio caen en un individualismo y en un realismo pragmatista que nada tienen que ver con este personaje imaginativo y creativo. A los ojos de esta razón instrumental y este principio ramplón “seco de seso él”, especularmente Cervantes le revela su pequeño, su pequeño y diminuto pensamiento al mundo. Resulta ser a la inversa la realidad del mundo. Si en las novelas de caballería por excelencia, que leyó el Quijote, hasta que agotaron sus recursos y se agotaron como género, desde sus contenidos Cervantes en un guiño inteligente procede a ejecutar la parodia de aquellas: la cara parodiante (el Quijote) y la cara parodiada (las novelas de caballerías ortodoxas). Y en este desvío excepcional que también es un desvío conceptual que opera Cervantes, en el mayor clásico de la lengua española (recuérdese, año 1605, la primera parte, de 1615, la segunda) Cervantes pone en cuestión, definitivamente, la noción misma de cordura. La relación directa entre saberes o arte y salud mental desde la perspectiva del humor. La noción misma de inteligencia, de una mentalidad pragmatista frente a una mentalidad plena de sueños. Desdramatiza la enfermedad mental (dato crucial en un escritor tan preclaro como Cervantes, tan visionario). Un sujeto ávido de justicia. Por detrás de sus síntomas hay que saber leer este noble afán. Este me parece el punto. Por detrás de la apariencia de un anacrónico caballero en épocas modernas, Cervantes recupera principios de una ética de los vínculos, una ética de la lealtad (todo caballero responde no solo a modales sino también a una conducta intachable) y “deshace entuertos”, esto es, es agente que restituye la justicia. Pone las cosas en su sitio. La crítica más ajustada y mejor formulada por un novelista a la que yo haya asistido de modo relativamente temprano respecto de la relación entre desorden mental por posesión de valores acendrados. De una representación literaria de la misma desde una perspectiva no ingenua, es El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Y su claro y tan necesario (como nada ingenuo) relativismo respecto de la noción de “locura”. Ello constituye un aporte fundamental a la cultura literaria de Occidente o del mundo en general, pero también a la de las ideologías de Occidente en un sentido amplio. Es el punto a partir del cual una figura que hubiera sido despreciada y depreciada de pronto es elevada a la categoría de máximo clásico en nuestra lengua, con una edición conmemorativa del IV Centenario de la novela por parte de la RAE (Real Academia Española) en edición de lujo. Piedra de toque de una cosmovisión acerca de la lengua, de los lugares comunes que sobre ella circulan, de los principios a los que puede y hasta debe, como un mandato, aspirar alguien noble.

Para alguien especializado en Letras y análisis del discurso, tal vez resultaría interesante realizar un breve inventario de las palabras o frases, siempre descalificativas (jamás comprensivas), con las que incluso personas que son profesionales o con preparación (incluso de posgrado) suelen designar a personas con trastornos psiquiátricos. Enumeraré algunas de las que he escuchado en Argentina según un modesto catálogo: “está colifa”, “está piantado”, “le falta un tornillo”, “está chiflado”; “está muy loco” (acentuando ese “muy” no cuantitativamente cualitativo, como parte de una definición de una psicopatología vista desde el lugar común), “está chapita”, “más solo que loco malo” (un refrán que denota aislamiento de amigos o ausencia de socialización), “está mal de la cabeza”, “tiene pajaritos en la cabeza”, entre otros de igual, peor o aproximado tenor. Resulta penoso escuchar o leer dirigirse al semejante bajo estos términos diría yo prácticamente escandalosos si uno se rige axiológicamente mediante una ética que contempla a la alteridad como semejante, como un fin en sí mismo, no como un medio para ser burla vulgar. Lo cierto es que de modo generalizado estas frases se han instalado y, agregaría yo, apoderado de la sociedad como una forma de represalia contra el distinto, generalizándose de modo abrumador, siendo dañinas al propagarse hacia la persona que es víctima de lo que de ella se predica para definirlo o como atributo a una enfermedad que no eligió. Y, por otro lado, se condensa con un simplismo rayano en la ignorancia problemática, problemáticas ligadas a las tramas del dolor social, así como a complejísimos sufrimientos destructivos individuales, familiares y que de un modo u otro son lesivos ya no solo hacia ese sujeto sino hacia su entorno.

Si a alguien “se le secó el seso” convendría averiguar antes por qué, quién es, cómo está, cómo vive, si se siente bien, cuáles son sus condiciones de vida, cómo se puede colaborar con él. ¿La palabra “solidaridad” suena tan difícil de pensar y pronunciar?

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