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Arturo Serna
Photo Credits: Florian Plag ©

Encuentro en San Telmo

Me muevo solo, con el empuje del viento. Camino por una calle empedrada, atado a mis dudas, entregado a la lentitud de las sombras. Llego a la Feria de San Telmo. Hay poca gente al principio. Paso por los puestos con parsimonia. Aunque estoy acostumbrado a los movimientos rápidos, a la agilidad del desconcierto, ahora camino despacio quizás porque estoy decidido a encarar las cosas sin premura, movido menos por el deseo que por la fijación del instante. Es domingo y eso favorece el deslizamiento hacia la languidez y la desidia. Hago los pasos arrastrando los pies, como calibrando la pose. Hago equilibrio con mi cuerpo. No tengo nada seguro pero si hay algo que me remite a la niñez, a ese estado de felicidad, es el cuerpo: por eso desprecio a Descartes. Nada de mente; como el marqués, prefiero el cuerpo. Además, conozco mejor mi cuerpo desde que me dediqué al boxeo como una anticipación del pensamiento. Estoy convencido de que todo empieza en las venas, en la sangre, entre las piernas. “El pensamiento empieza entre las piernas”, me digo y nadie me escucha, por supuesto. Siempre me divierto con esos pensamientos un poco ridículos.

Giro mi cara y encuentro en un puesto unas revistas maltrechas. En una de ellas, la tapa tiene la cara del general. La cara de mi padre se me aparece al instante, al lado de la cara monstruosa de Perón. “Si mi viejo estuviera aquí, se compraría la revista para destruirla”, pienso. Al instante levanto la revista, pregunto el precio. La compro.

Siento la presencia de una sombra. Ella mira la mesa llena de revistas. Yo, con mucho cuidado, me doy la vuelta. Ella me saluda. No sé quién es. Respondo con un monosílabo. Estoy entregado al mínimo esfuerzo, a la fragilidad del momento.

Ella mira la tapa de la revista que compré. Me pregunta si admiro al general. Me rio. No respondo. Miro hacia los costados. Luego lanzo una mirada hacia el resto de las revistas. Ella no retrocede. Me pregunta si soy peronista. Sonrío de nuevo y digo que no, que colecciono revistas como un hábito insulso. Ella me dice que está buscando un artículo en la revista Gente, una tapa única, histórica.

Caminamos juntos hasta la mesa siguiente. Ella insiste con las preguntas. Está nerviosa. Levanta una revista, la observa. Saco del paquete un cigarrillo largo, arrugado. Lo enciendo lentamente, como si en ese gesto se me fuera la vida. Esto que escribo ahora es mentira. Nada hace que la vida tenga sentido más que inventar el sentido a cada segundo. Ella sigue cada uno de mis movimientos. No sé por qué lo hace. Una intriga leve recorre su rostro. Luego me sugiere que sigamos mirando las otras mesas. En un fogonazo, tengo conmigo el rostro luminoso de mi querida Lucrecia, la amante de los balcones cortos, de las mañanas frías. Pero mi compañera casual no lo sabe. Recorre el humo del cigarrillo arrugado. No digo nada. Me dejo llevar por el viento. Estoy entregado a los vaivenes del devenir y eso me fascina. Como quería Epicuro, el futuro no es algo para temer sino una ausencia para calibrar. Ella me muestra otra revista: una foto en blanco y negro muestra el escenario en Ezeiza. Yo apenas paseo mis pestañas por el papel viejo.

Estiro el brazo y lanzo una humareda blanca, densa. El humo choca en la cara de ella. Ella tose, se lleva la mano a la boca y vuelve a toser. Se arquea un poco y tose. No puede contenerse. Yo hago dos pasos hacia atrás y le pido que se aleje, le digo que el humo es tóxico. Súbitamente, me preocupa la salud de una desconocida. Ella saca un pañuelo. Lo lleva a la boca. Tose. Le pregunto si está mejor. Ella balbucea. No se entiende lo que dice. Tiro el cigarrillo. Lo miro como a un bicho absurdo.

El sol se esconde entre los edificios violetas. El verde inmemorial de los árboles se esparce impasible.

Ella suelta el pañuelo. Lo guarda. Con cierto desdén (no puedo esconderlo), le pregunto si trabaja en la universidad. Ella advierte el desprecio suave que aletea en mis palabras. Me dice que no. A bocajarro, anuncia que es poeta.

Dejo de lado, por un instante, mi parsimonia. No espero esta vez. Suelto lo que tengo en mi cabeza. Le digo que prefiero los poetas a los filósofos. Siempre sentí un gran desprecio por el espíritu gremial. En el bullicio apagado de la calle, ella sonríe. Sonríe menos por la humorada que como una descarga rápida.

Ella estira su mano. Le doy mi mano.

Serna, digo.

Alejandra, dice ella.

¿Qué importan las ideas frente al azar de un encuentro en una tarde cualquiera, en una ciudad perdida en el mapa?Soy una nada que piensa, podría haber dicho esa tarde. Y no lo dije. Frente al sin sentido es mejor callar.

Ahora me callo.


Photo Credits: Florian Plag ©

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