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En el jardín de infancia con Mercè Rodoreda y Marcel Proust (I)

Sobre la cubierta de su novela póstuma Isabel i Maria, de cuya primera edición pronto se cumplirán 30 años, se observa una fotografía de la autora niña, de pie ante el monumento al poeta Jacint Verdaguer, que su abuelo había ubicado en el patio. Mercè Rodoreda mira confiada hacia la cámara con un vestido cubierto de flores, ajena a la violencia bélica, las muertes y las frustraciones sentimentales que irían a envolver los pliegues de otros vestidos, y se llevarían consigo la placidez de aquel jardín primigenio. De manera similar, podríamos imaginarnos a Marcel Proust niño, parado en el jardín de su tío Weil en Auteuil o en el de su tío Amiot en Illiers, mirando con ojos asombrados el paisaje, que después el Tiempo perdido transformaría en los jardines de Combray, una vez el asma y la dirección de su deseo lo hubieran expulsado definitivamente de aquellos paraísos.

Tanto en la obra de Rodoreda como en la de Proust, el jardín de infancia se constituye en la alegoría del Edén perdido, pero no como lugar de juegos o refugio para la melancolía, sino como un componente activo en el proceso de documentar el vuelco hacia lo prohibido que tomarían después sus vidas. El incesto, el adulterio y la homosexualidad se agazapan entre la vegetación que cerca la vida y la obra de estos autores y sus personajes. Escondida entre las buganvilias, Isabel mirará con deseo a su cuñado Lluís, y semioculto entre los arbustos de Montjouvain, Marcel observará a la amante de Mlle. Vinteuil profanando la fotografía del padre muerto de aquella.

Con esta visión del jardín como espacio para el deseo, se hace interesante explorarlo, en Isabel i Maria y En busca del tiempo perdido, como espacio puesto a subvertir las convenciones sociales y las de géneros, pues ambas novelas buscando exorcizar las pérdidas y el sentimiento de culpa enraizados en las infancias de sus autores, cuando repentinamente se les despojó de aquellos momentos de felicidad contenidos en sus jardines.

Ciertas analogías en el Tiempo

Mercè Rodoreda nace en octubre de 1908 en Barcelona, el mismo año cuando Marcel Proust se abocó a la Recherche. En el mes de julio el autor confía el título de ciertas “páginas escritas” a su amiga Mme. Strauss —“Ma grand-mère au jardín” entre otras—, y en octubre, tras un violento ataque de asma, profundiza en la escena del beso materno, a la vez que felicita a Mme. de Pierrebourgh por la publicación de su nuevo libro titulado Ciel rouge. Estas visiones del Tiempo perdido, a punto de empezar a ser recuperado, se transforman en escenario y motor de sus miedos más íntimos, pues el beso de buenas noches negado en el jardín de Auteuil, “le hizo caer en cuenta que el amor está condenado al fracaso y la felicidad no existe”, en un tiempo cuando el amado obstáculo de su escritura ya no estaba vivo, y su propia enfermedad había hecho más audible que nunca el tintineo de la campanilla del jardín, haciendo de la escritura una labor ineludible.

Cincuenta años más tarde, Mercè Rodoreda sentiría una urgencia similar, una vez concluida la reconciliación íntima con Joan Gurguí, tío carnal y esposo, y con Armand Obiols, su amante durante las obligadas décadas fuera de Barcelona. Autoexiliada en Ginebra, como Proust lo estuvo del mundo exterior en su apartamento del Boulevard Haussmann, la autora se dedicó a su tarea “como si no tuviera tiempo”. Escribiendo, cual si la campanilla en su jardín de Sant Gervasi hubiese empezado a sonar, para no detenerse hasta que el Tiempo perdido hubiera sido recobrado. La escritura se transformó, así, en el instrumento para hacerse con el Tiempo abriéndose al mundo exterior cuando, a los doce años, perdió su jardín más amado.

Proust y Rodoreda paliaron la estrechez de sus jardines incorporando a la obra el esplendor del follaje enmarcando la geografía infantil de “la torre” rodorediana y de la “reja trasera” proustiana. Es decir, el Bosque de Saint-Eman —jardín del tío abuelo Weil en Auteuil— y el Pré Catelan de Jules Amiot en la Recherche, y el parque del marqués de Can Brusi en Isabel i Maria. Jardines “con caminos de grava, parterres cubiertos de flores, césped, y árboles que habían crecido excesivamente para un jardín” que puntúan el lado oculto en las vidas de estos autores, obsesionados con la realización de “mi gran novela”. Una ambición llevándoles hasta el punto de que la cotidianeidad llegó a crecer demasiado para la vida misma, y solo quedó el esfuerzo supremo de hacer acopio mediante diarios, artículos y cartas, de la tierra fértil donde los textos pudieran germinar un día.

Para las novelas brotar de la experiencia, ambos autores confiaron en la sabiduría de dos consumados jardineros, el abuelo Gurgí y la abuela Weil. Sentada en el regazo de su abuelo y escoltada por las flores del jardín, Mercè escuchó atentamente historias de Jacint Verdaguer, Victor Català y Joaquim Ruyra; paseando con su abuela por el jardín de Auteuil, Marcel aprendió a reconocer las cadencias de Alfred de Musset, Georges Sand y Jean-Jacques Rousseau. Buscando eliminar “la banalidad comercial en aras del valor estético”, aquellos abuelos introdujeron a sus nietos en el mundo del eclecticismo literario; (im)plantando en su inconsciente el ansia por la belleza, dentro de una bohemia, en el caso de Rodoreda, y de un sólido ambiente burgués en Proust, que les llevaría a aborrecer la vulgaridad y buscar los espacios donde reinara la gracia y el refinamiento.

De hecho Rodoreda, aun en los precarios años que pasó en Burdeos, hubiese sido “absolutamente feliz” en caso de poseer “un vestido de gasa negra con estrellas bordadas, pailletées, un bonito brazalete y muchos zapatos exquisitos”. Igualmente Proust, sumergido en un ambiente burgués y austero, hubiera querido ser considerado como algo más que un diletante, en el brillante milieu de la aristocracia parisina, que su Recherche atraparía desde aquella perspectiva, tal cual él mismo predijo en carta de juventud a su abuelo: “Como el género de lo sublime no me va, ensayaré el burgués”.

El jardín de infancia, con sus camelias, rosas y azucenas, fue para Mercè un escape de lo ordinario y de las peleas entre sus padres y abuelo, dada la escasez de dinero y el comportamiento extravagante de este. Igualmente, el jardín se constituyó en refugio contra el despotismo y la avaricia del tío y marido —consecuencias de la emigración forzada a Argentina en su juventud, a fin de levantar la economía doméstica, y del descuido con que la familia hizo uso, en esos años, del dinero que él le enviaba.

También Marcel pasaría muchas horas en el jardín del tío para evadirse de las discusiones familiares y preservar la fragancia de un Tiempo incontaminado contenido en los geranios, trinitarias y nenúfares que la memoria perpetuaría dentro de él, en “una región donde la belleza era real, eterna e incontaminada por los desengaños, el pecado y la muerte”.

El abuelo Gurgí inició a Mercè en la pasión por las plantas y las flores, y el párroco de Illiers le enseñó a Marcel el nombre de muchas flores. Después, la combinada fragancia de sus jardines acompañaría a los escritores en sus instantes de soledad, embriagando con el aroma de las flores sus lugares secretos: un palomar vacío en el tejado de Sant Gervasi, donde Rodoreda se encerraría a escribir largas cartas al tío y futuro marido, y un cuarto de baño en el último piso de la casa de Illiers, “perfumado con guirnaldas de irises”, en el cual Marcel liberaría sus tempranos impulsos sexuales y experimentaría el estremecimiento causado por el recuerdo de los placeres prohibidos. Ambos escritores desacralizarían así lo sagrado del entorno familiar y las convenciones sociales, en un Tiempo cuando la enfermedad y la muerte no les habían apartado aún de sus jardines.

Durante los largos años transcurridos antes de que Rodoreda y Proust pudieran recobrar con la escritura aquellos vergeles, ellos los llevaron consigo a fin de contrarrestar la aridez de sus respectivos exilios, enriqueciéndolos con nuevas especies hábilmente sembradas entre los espacios de la escritura, que las duras y traumáticas experiencias abrillantarían con los colores más vivos. Mediante esta estrategia, ambos desplazaron la inocencia, que siempre es involuntaria, reemplazándola con una consciente pureza que le confirió a la Recherche y a Isabel i Maria su perverso poder de subvertir las prácticas sociales y sexuales, en un tiempo cuando los autores se habían liberado ya de las imposiciones de los otros, ganando consecuentemente su derecho a rebelarse.

Es por ello que si Rodoreda, por un lado, se había visto obligada a invertir su energía confeccionando muchas blusas antes de poder sentarse a escribir el grueso de este texto incompleto y Proust, por otro, tuvo que soportar muchos períodos de confusión y debilidad física antes de poder componer su novela igualmente inconclusa; cuando el tiempo de recobrar el Tiempo llegó finalmente, el jardín de infancia se había transformado en el “destino definitivo”, permitiéndoles recuperar lo que había estado perdido y plantar las semillas de las cuales habían hecho acopio sus respectivas experiencias.

“Las semillas son las flores de la imaginación”, le confió Marcel a Marie Nordlinger, cuando esta le ofreció un paquete de semillas de bálsamo, como una manera de expresar su amor por las flores que ya él no podía oler. Igualmente, Mercè Rodoreda mantuvo Isabel i Maria cerca de ella, trabajando en la historia mucho antes de escribir sus novelas más conocidas, pero sin decidirse a concluirla, “como si fuera plantando una serie de semillas y esperara que floreciesen”.

El jardín florece

Aun cuando Mercè Rodoreda no llenó el famoso cuestionario proustiano hasta 1979, dando como un rasgo propio de su personalidad “el deseo de huir”, es posible que leyera En busca del tiempo perdido en la edición de Proa editada en los años treinta, en un momento cuando aquel deseo era más fuerte que nunca. Un marido que aborrecía, un hijo no querido, una popularidad creciente como escritora y periodista, y un ansia de libertad que atajó inesperadamente, cuando la derrota republicana la llevó al exilio, la llevaron a desenraizar las especies predilectas de su jardín de infancia.

En tal sentido, el estudio que Gilles Deleuze hace de los rizomas, o sistema de líneas desterritorializadas, producto del poderoso “sentimiento de desenraizamiento” experimentado por Rodoreda durante los primeros años de exilio, es sumamente interesante en Isabel i Maria, pues la novela no solo marca su regreso a la escritura, sino que es su texto más autobiográfico, con lo cual el sentimiento de desterritorialización cobra una urgencia inusitada. No sorprende entonces que la autora hubiera escrito los capítulos finales —“La Partença”. “Paris, Bordeus”— primero, dejando las otras secciones al Tiempo, tal como Proust también lo haría.

Poco antes de su partida, Maria hace acopio con la mirada de los árboles del jardín donde como Marcel hubiera querido vivir, “con un violento deseo de no olvidarlos nunca más”. Tal expresión de ansiedad pone en funcionamiento los mecanismos de desterritorialización donde las fuerzas restrictivas que encadenaban sus apetitos se desvanecen, dando rienda suelta a un apetito liberado de las convenciones sociales que la habían constreñido desde los doce años cuando Joaquim, su tío predilecto, la trasplantó del jardín primigenio al de la vida adulta. Un jardín coloreado con las flores rojas de la buganvilia, la planta simbólica de la relación incestuosa entre Isabel, su madre, y Luís, el aborrecido tío.

Territorializada en el jardín de Sant Gervasi hasta su mayoría de edad, Maria es consciente de que sus deseos han sido reprimidos y su energía productiva domesticada y confinada a una geografía minúscula. La huida a París, sin embargo, no representará para ella la libertad soñada, tal cual se desprende de las sombrías descripciones que hace de las pensiones donde se aloja al llegar a Burdeos, y del sentimiento nostálgico con que se devuelve al jardín de infancia y primera juventud: “Era como si viese mi casa de hace veinticinco años, con la perfumada buganvilia en flor (…). Mi casa y mi jardín”.

De este modo, Maria abre el camino para otras heroínas rodoredianas como Natàlia, Cecília y Armanda para quienes la experiencia solo podía florecer al interior del territorio familiar constituido por la casa, el jardín y el barrio. Es decir, en el ambiente casolà propio de la pequeña burguesía catalana, donde Rodoreda hubiera probablemente vivido siempre si la guerra no se hubiera ensañado con su ciudad. De hecho, lo mejor de la producción rodorediana tiene como eje la época anterior al desarraigo de Barcelona y las estrategias narrativas utilizadas por la autora para recobrar aquel Tiempo.

Su “deseo de huir” inscrito en el cuestionario proustiano se torna entonces más simbólico que real, siguiendo nuevamente el camino trazado por el narrador de Albertina, quien pasó la mayor parte de su vida en el área limitada por las mismas calles, muriendo poco después de trasladarse a un quartier “extranjero”; y del Marcel de la Recherche, por siempre confinado en su apartamento o “caverna sensorial” desde donde el mundo exterior o la “experiencia sensible” serían percibidos en sombras únicamente.

Hacia la mitad de la primera parte de Isabel i Maria intitulada “La calle del deseo”, el lector se encuentra con una Isabel exhausta tras un aborto provocado, y aislada en su caverna del segundo piso de la casa de Sant Gervasi. Ella permanece “a oscuras”, inmersa en el “sueño proustiano” y “al borde del abismo del Tiempo perdido”. Ajena al mundo exterior, desde que su hija Maria se fue de la casa llevándose el jardín consigo, Isabel se devuelve a las sombras del día cuando su esposo Joaquim anunció su primer embarazo, y a los años luminosos jugando en el jardín con Joaquim y su hermano Lluís, quien luego se convertiría en su amante. Con esta estrategia, Rodoreda finalmente le confiere a Isabel el derecho a explicar su propia versión de la historia, a fin de despojarse de la vergüenza de ser “el deseo incestuoso” del otro, y adoptar el rol femenino activo, en su lucha contra la represión sexual y el “mito de la maternidad” que la constriñen.

De este modo, Isabel emerge como la “madona modernista” deseosa de romper las estructuras masculinas de poder y de sumisión femenina, que le robaron la belleza, a su hija, y al final su propia vida. Siguiendo el “proceso de doble articulación” que conforman los textos rodoredianos, la determinación de Isabel no fracturará sin embargo el triángulo patriarcal de deseo formado en la niñez de los protagonistas, cuando una pared dividía su propiedad de la de los dos hermanos, y ella poseía aún su “lado” del jardín; pero tales convicciones la sostendrán en el doloroso “proceso de aprendizaje de la herida”, sufrido mientras lucha en la duermevela proustiana con la intensidad del Tiempo perdido, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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