En Argentina las mujeres fueron catapultadas al pasado. Su derecho a una maternidad deseada y feliz seguirá sujeto a una ley de 1921.
El proyecto de ley que hubiera permitido la interrupción de la maternidad dentro las primeras 14 semanas de embarazo, fue rechazado en el Senado con 38 votos en contra y 31 a favor. Efímeras las esperanzas alimentadas por el éxito obtenido en junio en la Cámara de Diputados.
Frente a la marea de personas que se volcaron en la calle para impulsar esa primera votación, los grupo antiabortistas cerraron filas y respondieron con mayor ahínco para evitar una segunda victoria en la Cámara Alta.
Todos sabían que la batalla en el Senado iba a ser mucho más dura. Nadie ignoraba que la derrota era posible. Y así fue. En Argentina ganó el oscurantismo.
Es un momento triste no solamente para las mujeres argentinas y de todo el mundo, sino para la sociedad en su totalidad. Si bien las mujeres sean las protagonistas de los embarazos y deban ser esencialmente ellas quienes decidan si tienen la capacidad física, mental y económica de poner al mundo a una nueva creatura, sería demasiado reductivo pensar que la responsabilidad de ese bebé sea solamente de las madres.
Un niño que nace en un hogar en el cual no existen la serenidad, capacidad, deseo de criarlo como merece cualquier ser humano, es un problema que involucra a la sociedad en su conjunto.
Sin embargo quienes se desgañitan hablando de “vida” poco se preocupan de la vida que deberá enfrentar un niño no deseado y una mujer o una familia que no pueden garantizarle los cuidados necesarios.
Un debate patético se desarrolló alrededor de las cifras de las muertes por aborto clandestino. Pareciera que agregar o substraer un número de las estadísticas pueda definir la importancia de un derecho. El aborto seguro debería ser considerado un derecho humano, independientemente del número de las mujeres que mueren por practicarlo en lugares poco higiénicos y a manos de personas incompetentes.
Las mujeres sufren y mueren a causa de los abortos clandestinos. Muchas no mueren pero quedan heridas de por vida, en el alma y en el físico. En su mayoría son de condición humilde, a veces viven en pueblos alejados de las grandes ciudades y no tienen la posibilidad de pagar los servicios de uno de los tantos médicos quienes, a pesar de las restricciones, practican abortos clandestinos seguros. Muchas de ellas son adolescentes, a veces preadolescentes quienes son víctimas silenciosas de abusos o sencillamente carecen de una adecuada educación sexual que les permita evitar embarazos precoces. Son niñas que dan a luz a niños.
Quienes creen que las mujeres abortan con una sonrisa en los labios, como si fueran a una fiesta, no saben de qué hablan. Posiblemente nunca se han acercado a una mujer que ha pasado por esa experiencia, nunca han sentido la preocupación de preguntar, indagar, conocer el drama humano que significa interrumpir un embarazo.
Si lograran bajar de sus certezas arrogantes muy probablemente descubrirían una realidad profundamente distinta de la que prefieren imaginar.
Pero eso requeriría el esfuerzo de pensar con cabeza propia. Demasiado arduo.
Lo que más duele es que muchas de las personas que han marchado contra la aprobación de la ley eran mujeres. La mayoría lo hizo bajo la influencia de las iglesias católicas y evangélicas que mantienen un fuerte poder en América Latina y en países de otros continentes. Las prédicas encendidas de los sacerdotes (siempre hombres) lograron hacer mella en amplios sectores de la sociedad.
Muchas creyentes en Argentina deben sentirse felices pensando que su actitud les ha abierto las puertas del paraíso.
Poco importa si eso significa el infierno en la tierra para otras mujeres, a veces para ellas mismas, y sobre todo para muchos niños que no tuvieron la culpa de nacer.
Photo Credits: Nani Mosquera