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paola herrera
Photo Credits: Jelle ©

Emigration

Una noche en la que las olas de calor abrazaban el clima y la contaminación del aire se disfrazada de ese nívea que se asemeja a la neblina de las montañas lejanas, me hallaba en el balcón de mi morada, tirada en ese suelo asistido, pensando en cuántos pies no pisaron ese lugar para observar el paisaje y deleitarse un rato, cuántos cuerpos no entrecruzaron anécdotas o compartieron birras o jugaron dominó en una mesa desgastada que ya no se encuentra en ningún recoveco de este lugar; tal vez en un ataque de limpieza extrema decidí desechar todo aquello que sabía no volvería a usar. Recordé esos viejos tiempos, esas carcajadas en cadenas, esas despedidas cortas, de días o semanas. Ahora me hallo en esta misma morada, con ese balcón desolado, el paisaje no es el mismo, las luces de la calle son opacas, las serranías que visten mi panorama están tristes, lloran sobre ese anhelo indefenso de una madre que no puede acariciar a sus hijos, ya que esos hijos partieron con rumbos distintos, a culturas disímiles.

Mi teléfono se satura de contactos con diferentes códigos de países, tantos que me he llegado a confundir. Me cuenta Arturo que España le sienta bien, que Madrid juega con su personalidad desmedida, que su trabajo es tranquilo y que su vida va mucho mejor, -oye tía, todo guapo por esto lares- me dice con fin gracioso. Luego se encuentra Camila, me escribe casi semanalmente, me cuenta de que el vos a veces forma parte de su dialecto y que en ocasiones paisanos le han dicho que el acento argentino la está dominando, y entonces Portugal me recuerda que mi vecino portugués me cuenta sobre su vida cada tres noches, me habla de su inmigración a este país que ya no es país, pero también me recuerda que mi mejor amiga partió hace poco a esas tierras. Ironías de la vida, él, un señor ya con años encima relatándome sus travesías durante las mejores épocas en mi tierra, y por otro lado mi mejor amiga fue en búsqueda de anécdotas y bienestar en las tierras de él. La vida es ese juego macabro de piezas que se rompen sin saber cuándo, pero también es un pasillo interminable de sorpresas gratas. Venezuela engendró hijos que ahora están escapando de la matriz porque no es un lugar saludable, porque el oxígeno se acabó y la respiración cada vez se complica más. Las despedidas dejaron de ser solo de días o semanas, ahora me he tenido que despedir sin saber cuándo me regresarán ese beso en la mejilla que sonó hasta en la cola del avión que está por despejar o ese abrazo largo que se siente en los huesos. Retengo las lágrimas, pero desnudo mis deseos para que sus éxitos sean más grandes que sus tristezas.


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