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Elogio de la equivocación

Fuera de los méritos que le asistan como gobernante, Andrés López Obrador encarna uno de los defectos menos comunes en política: el de glorificar la equivocación como línea de gobierno.

No importa cuántos diagnósticos, estudios, opiniones técnicas y comentarios de expertos circulen a propósito de alguna de sus decisiones: él va a contracorriente de todo y de todos, porque los especialistas “fifí” son neoliberales y, además, el presidente no puede estar equivocado (sic).

Esa conducta del hombre público que es Andrés López refleja, de entrada, dos falsedades: la de presuponer que el neoliberal y sus productos son la maldad en persona, lo cual implica una gran carga de prejuicio en quien juzga y, por otro, la de pretender que el presidente -por el sólo hecho de serlo- no se equivoca, lo cual implica una gran dosis de autoritarismo en el ejercicio del poder.

El proceder equivocado de un gobernante se puede medir de muchas formas, pues un proceder equivocado conduce, inevitablemente, a conseguir resultados equivocados. Pero asumirse -de entrada- “santón” de las decisiones públicas, no tener disposición de escuchar con apertura y asumir que la crítica puede llegar a causarle urticaria, son malformaciones de un modo de ser equivocado cuya única valía (¡oh, paradoja!) radica en que, contra viento y marea, es capaz de persistir en su propia equivocación.    

Al margen de lo que hemos establecido en esta columna sobre las equivocaciones de los primeros seis meses de gobierno, tres ejemplos recientes bastarían para acreditar que el presidente no sólo no acepta con humildad sus equivocaciones, sino que revela una sospechosa persistencia en asumir que la equivocación es uno de los rasgos distintivos de su gobierno.

Respecto a la protesta en el centro de mando de la Policía Federal, en Iztapalapa, el presidente cometió un grave error como jefe de Estado: en lugar de tender puentes de diálogo disuasivo y de establecer puntos finos de negociación para distender el problema, salió a generalizar la acusación de corrupción sobre la PFP y a echarle gasolina al fuego, sin calcular la señal que su actitud enviaba a la delincuencia organizada. En este caso, el ánimo presidencial pendenciero se impuso sobre el ánimo ordenador, tan vital en cualquier ejercicio de gobierno.

En el caso de la llamada “Ley Bonilla”, por la que el Congreso de Baja California -sobornos y “cañonazos” de un millón de pesos de por medio- intentó suplantar la voluntad popular y extender el periodo de gobierno de dos a cinco años, Andrés López no tuvo categoría para desautorizar a sus huestes y al resto de la legislatura local, llamando a respetar la constitucionalidad del veredicto electoral y a sujetar los actos de gobierno a los límites impuestos por la ley. Lo que hizo, socarronamente, fue dejar correr el experimento local, pensando en que con él podría asegurarse -quizás- la presidencia perpetua.

Si aquel circuito de equivocaciones ya era grave, más lo sería el episodio del fin de semana pasado, en el que, una vez más, la víscera fácil y destemplada del primer mandatario lo condujo a ignorar que él, más que representarse a sí mismo, representa a todo un país.

El diario Financial Times, de Gran Bretaña, referente de los mercados europeos y uno de los más prestigiados del mundo, el jueves 11 le dedicó su Editorial al presidente mexicano, en el que le decía, básicamente, tres cosas: 1) La renuncia de Urzúa es un llamado urgente a corregir el rumbo; 2) lo convoca a “abrir los ojos” y, finalmente 3) lo exhorta a que no se deje llevar por “sus propios datos”. AMLO no contesta con la elegancia de un presidente culto, sino desde la pulsión rijosa y “broncuda” que lo caracteriza, pidiendo al diario que se disculpe con los mexicanos.     

Andrés López se equivoca. Se equivoca en muchas medidas y decisiones de gobierno. Sin embargo, lo más preocupante no es sólo eso: lo más preocupante es que se equivoca con bastante y reiterada frecuencia. Aun así, lo peor tampoco es eso: lo peor es que sus equivocaciones las comete en nombre de todo un país y afectan por igual a todos los mexicanos.

Se podrá decir, a este respecto, que más de un presidente de la República se ha equivocado más de una vez. Cierto: pero no se equivocaban cada mañana y tarde y de forma tan escandalosa, y una vez que reconocían el error (como el de diciembre de 1994), lo corregían e inmediatamente daban vuelta a la página. 

Lo grave de equivocarse no radica en la equivocación misma, pues “humanum errare est”. Lo grave de una equivocación radica, según la lógica, en no reconocer la equivocación y en no corregirla; no obstante, algo todavía peor que no reconocer ni corregir una equivocación es pavonearse y reincidir en ella. Esto equivale, precisamente, a no querer “abrir los ojos”. Dicho lisa y llanamente: cuando la equivocación es continua y sistemática, eso equivale a un acto consciente de dislocación de la racionalidad.

Por lo demás, entre una racionalidad “dislocada” y una racionalidad “alocada” no hay mucha distancia.


Pisapapeles

Muchos mexicanos no esperan disculpas del Financial Times de Londres. Las esperan, quizá, del primer cuadro del Centro Histórico de la CD.MX.

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