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El transporte de personajes

MADRID: Giré la cabeza, le di la espalda de la mejor manera que pude y empecé a mirar hacia fuera mientras intentaba no escuchar aquel repugnante sonido que entraba por mis oídos y llegaba hasta mis tripas revolviéndolas. Pasó un buen rato hasta que se hizo el silencio y desapareció aquel concierto formado por el estruendo que hacían sus flemas cada vez que sorbía con la nariz y el consiguiente tosido cargado de expectoraciones. Una y otra vez, minuto tras minuto y yo me retorcía en mi asiento del asco entre suspiros de indignación y alguna mirada de reojo con odio intentando no gritarle al individuo que era un soberano guarro. Cuando acabó con su sinfonía me quedé extrañada y giré la cabeza, se había ido. Por fin, pensé, mientras vislumbraba el resto de mi viaje en continua paz. Aunque lo cierto es que es algo que difícilmente ocurre.

¿Qué haría yo sin él? Me pregunté en una exclamación disfrazada de interrogante. No, me refería a aquel individuo. Me refería a ese gran medio de recursos. Ese lugar del que salen un sin fin de historias. Ese transporte de personajes. Muchas han sido las veces en las que he sacado lápiz y papel y me he lanzado a describir a una persona, una acción o una conversación que ocurría ante mi atenta mirada. En ocasiones se quedan en la mente, en otras el papel acaba perdido entre el desastre que suele rodearme y en el mejor de los casos –o el peor, según el gusto del lector- acaba publicado en alguna red social o en una revista. La historia de aquella pareja que parecía no haberse visto en mucho tiempo y se reencontraban para pocos minutos después despedirse en la tristeza. O la conductora psicópata en plena hora punta meneando a los viajeros entre los pocos metros que pueda haber entre un extremo y el otro del autobús. O aquellos que con tanta gracia y desparpajo se cuelan ante la mirada atónita de los que esperan en la parada. Por no hablar de las historias de algunas criaturas de hábitos del submundo llamado metro.

Lo cierto es que no era mi intención hacer a aquel individuo protagonista de estas líneas. Tampoco a mi, yo soy una mera observadora de todas esas actitudes y comportamientos que por allí ocurren. La historia, en realidad, era otra. Ocurrió hace unos días. Era por la mañana temprano y no había mucha gente en el autobús, así que pude sentarme. Era justo el día después del día del padre y muchos se habían cogido el puente. Otros nos dirigíamos a la última jornada laboral de la semana. Las caras de los que iban a mi alrededor reflejaban el sueño que todavía no había terminado de desaparecer, el café que no había conseguido su objetivo y las ganas de llegar para tomar el siguiente. Yo saqué un libro y empecé a leer. A mi lado iba una chica, joven, que miraba su móvil y contestaba a algunos mensajes.

Pasado un rato, no demasiado, yo estaba sumida en mis páginas y no me di cuenta que la joven se colocaba los cascos para escuchar música. Entonces empezó a sonar, a todo trapo, aquel ritmo sabrosón que salía de sus auriculares a tal volumen que se podría haber montado una discoteca en el autobús. Pensé por un momento que podría ser peor, que los hay que directamente ponen los altavoces, pero realmente el nivel de sonido era similar. Aunque no me equivocaba, aquello podía ser peor. Después del merengue, llegó la cumbia con todavía más volumen. Cerré el libro con cierta mala leche intentando dejar claro que me molestaba, pero ella siguió a lo suyo y yo acabé sin el libro y con cierto cabreo.

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