¿Cuál es el sentido de la vida? La respuesta a esta pregunta no existe de manera tajante y absoluta, sino que se va escribiendo conforme se vive. Su texto, además, es polimorfo: bien no hemos terminado de darle forma cuando, al calor de alguna nueva vicisitud, adquiere otra hechura. Esto quizá sea lo más desconcertante del vivir… su vaporosidad. Por ello desconfío de quienes afirman conocer con rotundez el propósito de su existencia, siendo que este es precariamente una arcilla húmeda e inestable en nuestras inexpertas manos.
No creo que podamos conocer de manera unívoca el sentido de nuestra existencia, sino apenas intuirlo según el bagaje de sentimientos, vivencias, ideas y memorias que cada cual porta consigo. Todo ese equipaje vital puede cambiar en una fracción de segundo impactado por cualquier circunstancia sobrevenida. A menudo la proximidad de la muerte tiene, paradójicamente, este poder de revitalizar una trayectoria narcotizada por la rutina de la vida.
Tampoco creo que podamos intuir el propósito de la existencia sin la otredad. Aquel debe, necesariamente, completarse en el otro. Solo así podremos aspirar a que nuestro paso por la vida, siquiera modestamente, signifique un antes y un después para alguien más distinto de mí. Si logramos tocar y modificar buenamente otras existencias, la nuestra habrá valido el esfuerzo. Un yo meritorio carece de valor fuera del nosotros. Cuando Aristóteles definía al hombre como un zoon politikón, esto es, un animal político o cívico, aludía a este rasgo tan humano de construir el sentido personal en armonía con el de quienes nos acompañan. Bien visto, el fracaso de la ciudad, del país, es la suma de los naufragios individuales.
A menudo confundimos el propósito de la vida con lo que elegimos ser y hacer en ella. Pensamos que si decidimos estudiar una carrera profesional o desempeñarnos en alguna ocupación ya hemos resuelto el acertijo del sentido vital. Nada más errado porque este no se halla en lo que somos o hacemos, sino en lo que donamos de sí, en el modo como nos entregamos a los demás, indistintamente de lo que seamos o hagamos. Sin amor concreto a los otros no hay intuición válida del sentido existencial.
Ciertamente el sentido de la vida tiene mucho que ver con las decisiones y, por tanto, con el libre albedrío y la responsabilidad, pero aquel carecería de profundidad sin el amor y la entrega por los demás. La grandeza de Felix Hoffmann, por ejemplo, no radica en que fuera el inventor de la Aspirina, sino en que se afanó por sintetizar el ácido acetilsalicílico para inhibir los efectos secundarios que su padre padecía por ingerir salicilato de sodio con el fin de paliar los dolores del reumatismo. Luego del hallazgo que Hoffmann registró en su diario el 10 de octubre de 1897, estoy seguro de que el farmacéutico alemán intuyó más claramente el propósito de su existencia. De hecho, también creó la diacetilmorfina, un analgésico opiáceo.
Ya sé que el amor está devaluado en estos tiempos en los que impera la inteligencia de las emociones y la clarividencia de los intereses. En un mundo en el que las relaciones interpersonales están cruzadas por un continuo ejercicio de movimientos calculados, como si habitáramos un inmenso tablero de ajedrez, podría parecer obsoleto hablar del amor concreto por los otros. Por supuesto, no faltará quien me diga que el sentido de la existencia solo está en amarse a sí mismo, habida cuenta del altísimo riesgo que supone amar a los demás. Ciertamente, el amor propio es aséptico… y estéril.
Afortunadamente esta intuición del sentido existencial no necesita del amor propio. A menudo debe sospechársela en medio de grandes adversidades y escepticismos por parte de los demás. Precisa, eso sí, de grandes dosis de confianza en esa vaguedad intuida, una equívoca certeza que algunos llaman fe y otros convicción, pero que en todos los casos constituye el puerto del que parte la esperanza hacia un horizonte en el cual sabemos que alcanzaremos una versión más elevada de nosotros, un destino que albergará nuestro yo diluido en alguna belleza plural.
El sentido de la vida está en el viaje mismo, en cada paso, no en la quietud. Se alcanza en la completitud de esta expedición vital. Cuando afincamos un pie, todo lo que hemos sido y seremos pulsará con vitalidad en el pie rezagado que se aprestará a avanzar. Por un instante, el tiempo y la eternidad serán uno y podremos sospechar hacia dónde dirigir la siguiente pisada, si hay amor en la mirada. Entre tanto la huella será legado de la intuición por el sentido existencial. Si ese rastro, como ya he dicho, al menos para una persona, es un hito, si marca una diferencia tras habernos cruzado en el camino, la huella se convertirá en la primera señal de otro nuevo sendero. Solo entonces podríamos decir que hemos constatado el propósito de nuestra existencia.
¿Cuál es el sentido de la vida? No lo sé, pero temo que cuando lo sepa… ya no lo pueda contar a ustedes. Por lo pronto no espero nada de la vida: estoy atento a dilucidar qué espera la vida de mí.