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El rostro de Caracas

La luz es clara. Brilla con la intensidad propia del trópico. Las calles ya no son el caos que solían ser, cuando había trabajo. Por el contrario, una quietud melancólica recuerda a un primero de mayo. Caracas ya no es la urbe bullente de otras épocas. Es un terreno abandonado y sucio. Los zamuros sobrevuelan este valle, que más parece una grieta en medio del portento que alguna vez llamamos el Ávila.

Más que una de las capitales de mayor crecimiento, como lo fue en el pasado, es hoy un terreno baldío, un montarral inmundo, plagado de ratas, de alimañas que pululan en los barrancos, en los solares olvidados. La basura se acumula en las aceras, frente a las casas y los comercios. Hiede. Como hiede también el ambiente, impregnado con un tufillo a retrete que ofende, que pica en las narices. Caracas recuerda un mingitorio de carretera.

Manadas de zagaletones y niños deambulan por las calles y avenidas. Visten harapos y su piel la recubre un tegumento pringoso, una mugre pintada como aguafuerte sobre sus cuerpos enjutos. Son ellos criaturas callejeras, como los gatos, como los perros; y sin duda comparten destinos similares. Son ellos el espejo de lo que vamos siendo.

Caracas ya no es la odalisca rendida a los pies del sultán enamorado. Mucho menos la ciudad de techos rojos. Es una puta avejentada que ya no encuentra clientes. Es una perra sarnosa que de parir cachorros, ya enseña un cuerpo desgastado, abusado, roto. Ya no luce brillante, sino por el contrario, la opacidad de ese ungüento roñoso que la tiñe apaga su vivacidad caótica. Empaña esa aura de belleza celestial e infernal que tanto embrujaba a José Ignacio Cabrujas. Mi ciudad es solo un basurero, un estercolero… una mierda que a mierda hiede.

El pulso de una urbe que vuelve sobre sus pasos para ser de nuevo un pueblucho se confunde con el bramido de una población espectral que, sin éxito, intenta sobrevivir en lo que evoca más un cementerio abandonado que la capital de una nación petrolera. Somos eso: fantasmas aferrados a una vida que ya no es. Somos espectros de un pasado que nos luce distante, inasible, inalcanzable. Somos duendes sombríos del ayer, o de un futuro que ya no es nuestro, que nos fue robado.

La luz brilla con fulgor, sí. Pero lo hace solo porque como en otras naciones bananeras, la nuestra también se ubica en el trópico. En ese abrevadero de luz incandescente que al decir de muchos, o de algunos, es la génesis de su anarquía. O tal vez la luz grite estruendosamente para recordarnos lo que fuimos, lo que podemos ser. Para lavarnos las sombras que nos visten de luto, de dolor, de amargura.

Caracas ya no es la hermosa mujer ardiente del trópico, sino una anciana triste que rumia sus desdichas bajo el sol inclemente en una llanura yerma.

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