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fabian soberon
Photo Credits: Miguel Discart ©

El robo

La empleada se llama Mercedes y es gordita y simpática. Llega con un bolso negro y unas ojotas chatas y limpias. Le gusta contar sus historias en voz alta, mientras cocina o lava los platos.

Una tarde se aparece en el living y le dice a mi esposa que le encanta salir al balcón para ver el Cristo, la escultura gigante que está en el cerro. Mi esposa la mira sorprendida. Es extraño que diga eso. El Cristo está muy lejos, a muchos kilómetros de casa y casi no se ve. Mercedes tiene el bovarismo periodístico. Ve las cosas desde lo que le dicen los diarios. Cree que el Cristo se ve desde el balcón porque el diario lo anuncia.

En la sala oscura, dos mujeres tienen una bolsa con pochoclos. Una es rubia y la otra tiene el pelo negro, recogido, peinada a ras. La rubia le dice a la otra si está al tanto del nuevo romance de Tafí. Tafí es la villa hermosa de las familias acomodadas, una familia como la mía.

La morocha, por llamarla de alguna forma, le dice que no está al tanto y la rubia hace una pequeña carcajada.

Yo dejo el paquete de pochoclos a mi lado, sobre la butaca. La rubia dice que Ernesto es un tipo sano, grande, rico, y que nadie se imagina que va a quedarse con esa flaquita debilucha de la Clarita. La morocha le dice que no está de acuerdo, que la flaquita es una araña que esconde sus tenazas y que lo fue ganando de a poco, que lo tenía junado desde el principio.

Tomo el paquete y levanto unos cuantos. El proyector se enciende. Las luces se apagan.

Aquella tarde, Mercedes llega temprano. Acomoda su blusa en la silla de la cocina y pregunta si quiero tomar un cafecito. Le digo que sí, que las tazas están sucias y que por favor lave lo que ha quedado en la cocina.

Mi mujer ha salido del baño y se va a cambiar. Debe ir al trabajo.

Mercedes pone el café en la mesa.

Mi esposa se acerca con ese perfume que me mata y me dice en el oído lo que ya sé.

Espero un rato.

Mercedes empuja los platos en la pileta. Me acerco y veo el cerro desde el ventanal. Mercedes escucha mis pasos. Me pregunta qué estoy mirando. Me dice señor. Yo sonrío.

Con los labios pintados y los zapatos puestos, mi esposa se para en el pasillo. Me mira. Los dos estamos de acuerdo en lo que vamos a decir.

Mercedes no lo ve venir. O lo sabe pero se hace la tonta.

Dice que no había estado ese día, que es imposible que la culpemos de algo así.

Mi esposa se ríe. Por supuesto, no le cree.

Yo tampoco le creo.

Ya es de noche cuando Mercedes se va. Obviamente, ni mi esposa ni yo le creemos.

El dinero no aparece. Y Mercedes ha sido la única persona en la casa el día que se perdió.

La segunda tarde coincido con las dos mujeres. No es infrecuente que suceda. Al fin y al cabo, somos pocos en el pueblo. La rubia, de quien ya reconozco la voz, le cuenta a la otra que ya está todo listo. La morocha insiste en que Clarita es una bruja, una araña venenosa, una piraña. La rubia, la teñida, se ríe a carcajadas. Los que están en la fila de atrás se quejan. Las chicas bajan la voz. La película empieza y ellas siguen por un rato con la historia de la parejita.

Camino por el living y alcanzo el balcón. Las luces de la cancha de fútbol me pegan en la cara. Me libero del esplendor vacío. Y pongo mis ojos en el cerro. Una luz titilante brilla como un insecto ciego. Es el Cristo. La cara de Mercedes se aparece en mi cabeza. Su cabeza se mueve para negar la acusación.

El Cristo es una mancha blanca, impoluta.

Las mujeres del cine hablan, mientras salen de la sala, del romance solariego del cerro. Pienso que el cerro es pródigo en historias de amor. El cerro guarda la luz y la noche.

Es cierto. El diario tiene razón.


Photo Credits: Miguel Discart ©

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