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morro san juan
Photo Credits: Ricardo's Photography (Thanks to all the fans!!!) ©

El revólver

En la sala de las valijas, mi hijo Bruno me pregunta quién nos espera. Le digo que es un señor de San Juan. ¿Es taxista?, dice sin tropiezos. No, le digo, es un prestigioso escritor. Bruno sigue adelante, mira hacia los espacios comunes. Luego frunce el ceño y pregunta, preocupado: ¿nos va a llevar a escribir?

La interrogación parece caprichosa. Pero no es así. Esconde el fondo irresoluble y metafísico de la escritura.

Edgardo Rodríguez Juliá lleva una camisa con mangas cortas. La humedad se arremolina en los cuerpos y no nos deja escapar. Subimos al auto y trepamos a una autopista rápidamente. Cruzamos la ciudad como bandidos impunes. El impacto es inevitable. Lagunas verdes, torres escarpadas, art déco y palmeras de película.

Le consulto a Edgardo sobre la lengua oficial. Es el español, suelta veloz. Sé que el asunto es complejo y esconde un problema político y cultural. Es un hecho ridículo y absurdo, me dice después Mario sobre la cuestión colonial. En la conversación sobre la lengua titila el vértigo de la colonia.

Cuando entramos al hotel, meto la mano en el bolsillo de la valija y me corto el dedo. Ese episodio menor produce una demora considerable. Llamo a Edgardo y le aviso del percance y entonces él nos espera con una paciencia de escritor.

Al rato busco la salida hacia la playa. Encuentro el horizonte azul, esplendoroso. El mar, con sus bravíos movimientos, nos espera. El sol está bajo y algunas tímidas nubes esculpen el aire.

Edgardo pasa al rato y nos lleva en su auto verde, brillante. Maneja suave y prudente. Al poco tiempo, obtenemos el borde de la isla de Puerto Rico. Y vemos el castillo del morro: un edificio imponente, señorial, que sobrevive a los embates de la fugacidad. Cerca, lejos, la fuerza inconmovible de las olas. El viento se pasea leve. Edgardo nos indica el costado del Viejo San Juan. Su voz grave dicta las oraciones precisas del pasado. Veo las cortas calles empedradas y siento, invicta, la acumulación del pasado. No deja de impactarme cómo la sombra irreemplazable de los años toca las sombras de la vida. Aquí, en estos pasos silenciosos, pienso, muchos hombres lucharon y bebieron y mataron por un nuevo mundo. Esa novedad impúdica es hoy el pretérito colonial. ¿Qué es el tiempo?, repiquetea la pregunta mientras Edgardo nos señala, desde el auto, el preclaro Paseo de la Princesa.

Edgardo se queda en el auto. Mi esposa, los niños y yo descendemos. Atravesamos una escultura grande. Veo de nuevo el mar. El mar es una ventana infrecuente: es el crepúsculo azul e irrepetible.

Regresamos. Le pido que nos tomemos una foto, quizás con la ilusión de guardar en un instante lo que ninguna máquina puede detener. Como un estoico boricua, Edgardo acepta. Baja con nosotros. Y de repente se convierte en un breve y solícito Virgilio. Con su voz calma y gruesa, me cuenta la historia de la princesa Isabel y del Fuerte de los españoles y de la antigua y oscura puerta de San Juan. Por un momento, siento que efectivamente soy Dante. Estoy entre las sombras de los muertos que habitaron esta isla y todas las islas. Edgardo se adelanta unos pasos y señala la puerta de San Juan. Me sobresalto. La brisa es suave y silenciosa y el efecto irreversible del tiempo me conmociona.

Subimos al auto. Recorremos ya las calles en penumbra y otros pasajes fijos. Edgardo maneja y recuerda, como si el viaje fuera el revólver de la nostalgia.

En esa esquina estaba una zapatería en la que yo venía de niño. Ahí me compraban unos zapatos especiales. Y allí, en ella mitad de la calle, está el restaurante “La mallorquina”, dice pudoroso.

Repaso los adoquines del ayer y pienso que la ciudad es sólo el espejo de los recuerdos privados. No puede ser otra cosa. San Juan tiene el color de los recuerdos y una voz.

Edgardo acelera y entramos en una autopista. Indica los edificios institucionales. Museos, galerías, edificios gubernamentales se suceden con la presteza de un laberinto. Y de pronto, Edgardo rememora un viaje a La Habana.

Ese país se arruinó, dice serio. Y será así mientras el país sea la quinta de una familia, agrega. Mientras mira la acumulación de calles y casas, no ahorra firmeza en sus ideas.

Ya es la noche plena y la luna está sentada, en calma, sobre la brava superficie del mar. Edgardo nos deja en la explanada del hotel.

Y se va como ha llegado: con el silencio antes del relato y con el poder de contar las historias.


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