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El proceso de paz y el futuro de Colombia

220 mil muertos, de estos casi 180 mil civiles; 25 mil desaparecidos, en su mayoría campesinos; 30 mil secuestrados y casi 6 millones de víctimas de desplazamientos forzados. Son las cifras escalofriantes, difíciles de creer, de un conflicto que comenzó hace más de medio siglo y que aún no concluye. Son las cifras oficiales, publicadas a mediados del año pasado por el ‘Centro Nacional de la Memoria Histórica’, del conflicto que estremece a Colombia. Números que mortifican a la conciencia humana.

Una oportunidad a la paz. Es lo que reclaman en voz alta los colombianos, cansados de tantos lutos. Y lo exige la comunidad internacional, consciente de que el camino de las armas lejos de resolver los problemas de un país, los agrava. Lutos, desapariciones, secuestros, desplazamientos dejan una estela triste de desesperación y odios. Heridas que duelen aún después de cicatrizar.

Entre la espada y la pared. El presidente Santos hizo del proceso de paz el ‘leit-motive’ de su pasada campaña electoral para la reelección. Insistió en la paz, alcanzada a través del diálogo, como único camino para asegurar al país el crecimiento económico y para transformarlo en una potencia hemisférica y mundial. Y es a ella a la que se aferra a pesar de las críticas de la derecha más conservadora, representada por el ex presidente Alvaro Uribe.

Todavía hay quienes consideran que el camino a la paz en Colombia no será transitable sin antes haber derrotado militarmente a la insurgencia. Es el caso del ex presidente Alvaro Uribe y de sus simpatizantes. Uribe, representante del sector más conservador de la sociedad colombiana, durante su mandato presidencial acompañó su prédica con hechos concretos. Decimos, su guerra fue despiadada y sin cuartel y logró diezmar a las Farc, las cuales pasaron de 24 mil hombres armados a tan sólo 7 mil. Mas, no derrotó a la insurgencia. Y no pudo hacerlo porque nunca la acción armada estuvo acompañada  de medidas orientadas a atacar las raíces del problema. Es lo que, en cambio, busca el presidente Santos a través del diálogo que desde hace dos años llevan a cabo negociadores de las Farc y del gobierno.

“Stop and go”, avances y retrocesos. Nadie nunca dijo que las conversaciones que tienen a La Habana como telón de fondo iban a ser fáciles. Mucho menos, exentas de contratiempos. Sin embargo, parecieran estar definitivamente encaminadas hacia un final feliz. Los puntos principales que han sido objeto de reflexiones profundas y debates animados han sido la política de desarrollo agrícola, la cual deberá estimular el crecimiento económico y social del campesino pobre, desamparado y aún a la merced de terratenientes y narcotraficantes. Este es un tema que toca de manera particular la sensibilidad de la insurgencia y que estuvo al origen del nacimiento y del fortalecimiento de los grupos guerrilleros. La solución al problema del narcotráfico y el abandono de los cultivos ilícitos ha sido otro tema objeto de discusión al igual que la justa compensación a las víctimas del conflicto. En particular, a los campesinos que sufrieron todo tipo de vejación y violación de los derechos humanos por parte de la guerrilla y del ejército.

Sin embargo, el aspecto más importante de las conversaciones lo representa la reinserción de la guerrilla a la vida política, económica y social del País. En 1985, como parte de una propuesta legal de grupos guerrilleros – léase Movimiento de Autodefensa Obrera, algunos frentes del Ejército de Liberación Nacional, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – se creó el partido político “Unión Patriótica”. Su objetivo, permitir la integración paulatina de la insurgencia a la vida política de Colombia. En fin, abrir una brecha que hiciese posible el camino hacia un proceso de pacificación capaz de curar las heridas provocadas por años de lucha armada. No fue así. No pudo serlo por la acción de grupos criminales, de bandas paramilitares y hasta de las fuerzas de seguridad del Estado. El balance fue aterrador. A saber, fueron asesinados dos candidatos presidenciales, 8 congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes, 70 concejales y alrededor de unos 5 mil militantes. Muchos sobrevivientes al exterminio sistemático abandonaron el País.

El proceso de páz que promueve el presidente Santos no puede terminar en otro baño de sangre. La historia no lo perdonaría. Para que no suceda de nuevo es indispensable que se generen las medidas de seguridad que permita a los jefes guerrilleros la participación a la vida política del país. Además, la reinserción a la sociedad deberá estar acompañada necesariamente de una amnistía general cuyos términos deberán ser estudiados detenidamente para evitar la impunidad de quienes, en estos años, se han manchado de crímenes atroces. 

El camino es complejo, difícil, lleno de trampas. Nunca nadie dijo lo contrario. Muchos se preguntan si la sociedad colombiana ha alcanzado la madurez suficiente para comenzar a transitarlo. Los hechos recientes demuestran que ya lo está haciendo. La inmediata liberación del general Rubén Darío Alzate, cuyo secuestro puso en peligro las negociaciones, ilustra lo complejo de la realidad colombiana. Mas, también el cambio que se ha producido en ella. Es la manifestación de la voluntad de la insurgencia de no permitir que sean la armas las que sigan hablando y de seguir trabajando para alcanzar la paz. La prudencia con la cual el presidente Santos ha manejado el incidente, por su parte, ilustra la voluntad de la sociedad civil de ponerle punto final a un capítulo doloroso y vergonzoso de la historia del país. 

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