Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
fabian soberon
Photo by: Alejandro Pinto ©

El poeta Ramón Mercado

Ramón llegó temprano, como de costumbre, entró lentamente al living y se sentó en un extremo de la mesa. Susana había pedido que el taller fuera en la planta baja ya que ella no podía subir las escaleras que conducían al estudio.

La reunión fue distendida y amable. Percibí cierta expectación por la visita de las nuevas asistentes. El clima fue cordial y cada participante trató de decir lo conveniente frente al texto leído o dicho por el compañero. No resulta fácil leer un texto que, a veces, puede desnudar una experiencia íntima en un entorno de exposición pública.

Ramón siempre traía un poema breve o un relato que se podía asociar con los contextos que él había frecuentado en su juventud o en su trabajo en la mina. Evocó un relato sobre un personaje minero que sufría las injusticias del clima y de las prácticas explotadoras. Había concisión narrativa y cierto lirismo en ese relato. La forma contundente y metafórica de la situación se complementaba con una atmósfera seca y sin remilgos. Ramón había conseguido encontrar un clima y un tono. En otra ocasión había traído un poema dedicado a un amor inusual. En varios de sus poemas se percibía la existencia de una relación platónica. Estos textos funcionaron, impensadamente, como antecedentes evidentes de los que yo comprendería después. Y encenderían una llama que alumbra el misterio del ser humano: ¿cuáles son las formas del amor?

Ramón estuvo callado toda la noche. Escuchó atentamente las exposiciones de los otros. Cuando le tocó el turno dijo que iba a leer un poema de Edgar A. Poe llamado “Annabel Lee”:

…Pero nuestro amor era más fuerte que el amor
de aquellos que eran mayores que nosotros—
de muchos más sabios que nosotros—
y ni los ángeles in el Paraíso encima
ni los demonios debajo del mar
separarán jamás mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee:—

Porque la luna no luce sin traerme sueños
de la hermosa Annabel Lee;
ni brilla una estrella sin que vea los ojos brillantes
de la hermosa Annabel Lee;
y así paso la noche acostado al lado
de mi querida, mi querida, mi vida, mi novia,
en su sepulcro junto al mar—
en su tumba a orillas del mar.

Su voz era áspera y sin aire y su respiración cortada y desértica le otorgó al poema del norteamericano un aire particular. No le pregunté a Ramón por qué había elegido ese poema. Ramón refirió el prólogo de Rubén Darío a la selección de poemas. Habló sorprendido del largo texto introductorio. Alguien le pidió que releyera el poema. Ramón paladeó cada verso. Recuerdo vagamente que aludí a las relaciones entre Baudelaire y el modernismo latinoamericano. Aunque Ramón escuchaba lo que decía percibí en la mirada cierta extrañeza, como si su cabeza estuviera repasando los versos etéreos del poema seráfico del ebrio Edgar Poe y como si en el silencio que nos rodeaba hubiera una conexión con un pasado imposible.

Ramón no nos dijo esa noche que esa sería su última vez. No nos dijo que la lectura inspirada y rotunda de “Annabel Lee” era un homenaje velado y una despedida silenciosa.

Cuando vi en el cementerio los panes de césped al costado y vi las flores que tiritaban con el viento y escuché cómo la tierra golpeaba certera la madera muda del ataúd sentí una furia dolorosa y una calma inquieta. Lamenté no haberle pedido a Ramón que nos dijera que no lo volveríamos a ver.


Photo by: Alejandro Pinto ©

Hey you,
¿nos brindas un café?