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arturo serna
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El payaso (XVI)

Estoy en un jardín amplio, con plantas diversas. En el techo cuelga una Santa Rita y un poco más allá alcanzo a ver una palmera. Por la ventana diviso un hombre levemente grueso y una señora joven con el pelo recogido. Si mi tía estuviera aquí ya estaría loca loca de emoción. Yo avanzo despacio, como si no fuera el dueño del tiempo. Me acerco a la ventana. El hombre gira su cara hacia mí y sonríe. Lo hace con esa boca grande, amplia, con su mueca recogida en las fotos que quedan. La mujer, que no es otra que Eva, me saluda con la mano y se pierde en una habitación contigua al salón principal. El hombre, con una camisa blanca y un pantalón oscuro me hace una seña para que ingrese a la casa.

Me invita a que me siente y me pregunta qué quiero tomar. Le digo que solo beberé un vaso de agua. Me dice “amigo” y agrega que eso no es suficiente, que alguien que viene de la provincia debe beber algo más fuerte. Le agradezco y le aclaro que hoy estoy en el trabajo y que mi jefe no me lo permite. Él usa un tono suave y me dice que no hay que permitir a los jefes que decidan la vida de uno.

Sonrío. No puedo hacer otra cosa que sonreír.

No me animo a decirle general. Él me tutea, como gran conocedor de las voluntades y de los ánimos de las personas. Rápidamente entra en confianza. Lo primero que impacta es la pregnancia de su carácter. He escuchado hablar de él infinitas veces pero nunca imaginé que tendría este nivel de simpatía. Es un hombre grande y pesado, un hombre que lidera el país y nunca en nuestra charla da muestras de cansancio.

Se sirve una bebida con alcohol y se acomoda en el sillón. No me pregunta qué me trae por su casa. Actúa como si supiera exactamente todo el pasado y todos los instantes del futuro. Se mueve con tranquilidad, como dueño del terreno.

Le pido que me indique qué ha hecho en Mendoza, en la inauguración del Congreso de Filosofía.

Suelta la lengua y mira hacia el costado. Dice:

“Vea, señor, no puedo andar diciendo mis intimidades”.

Le pido por favor que me dé una pista sobre lo sucedido.

Él vuelve a correr la lengua. La tiene seca. Traga un poco del vaso. Y dice que eso está escrito ya, que forma parte de sus memorias y que lo que ha hecho es dar un discurso para los filósofos. Y cuando dice “filósofos” creo percibir un extraño desprecio en el tono de su lengua.

Le digo que ese discurso es asunto de enconadas diatribas, como casi todo lo que él ha dicho.

Me dice que él no puede saber con exactitud cómo serán tomadas sus palabras en el futuro pero que está seguro de que se armará lío con lo que diga porque los contreras siempre están dispuestos a atacar al pueblo de Perón.

Le pido un whisky. Se ríe y me dice que la cosa se está poniendo interesante. Agrega que la lengua se suelta cuando entra el alcohol.

Le pido que hable del filósofo que lo ayudó a escribir el discurso.

Me dice que eso sería andar fisgoneando y andar revelando secretos. Dice que a los amigos no se los traiciona, que la principal virtud de un peronista es la fidelidad y que seguro, en el futuro, habrá militantes que macharán con la marcha peronista y que después nos traicionarán.

Le digo que tiene toda la razón. Y que eso ya ha sucedido.

Me dice que nada lo asombra.

En ese instante, entra Eva y lo llama.

El general pide disculpas y se va hacia el cuarto. Yo ingreso en una especie de extraño sueño, como si la bebida que he tomado me hiciera un efecto hipnótico o somnífero.   Mientras me recuesto en el sillón siento que mis piernas se aflojan.

Aparezco en mi departamento de Almagro, ya convertido en otro.


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