Ramón me espera en la calle Honduras, donde antes estaba el paso a nivel y ahora se yergue el mastodonte del nuevo recorrido del tren. Las vías forman un techo involuntario y producen una sombra propicia.
Le pido que caminemos hasta una librería que está cerca. Accede.
Ya en el bar Ramón relata sus viajes por el interior. Dice que Björk estaba enloquecida con los paisajes, que estuvieron en la Quebrada de Humahuaca y que vieron los cerros de siete colores.
Le confieso que no conozco. Se adelanta y dice que él había ido con su padre gracias al sueldo que había otorgado Perón a los obreros en su primer gobierno. Ramón dice que en ese entonces era muy chico y que no recordaba casi nada. “Aunque había estado de chico fue como la primera vez”, agrega.
El bar está casi vacío. Unas chicas charlan y se ríen en la mesa de al lado. La señora que atiende está recostada sobre el mostrador. Tiene el celular entre las manos y el tedio la visita.
La ciudad es como un plano de nuestras humillaciones, pienso mientras cito, involuntariamente, esos versos del viejo ciego que tiene enloquecidos a los argentinos.
Ramón dice que la islandesa no podía creer la variedad de colores de los cerros y que una noche tomó cerveza hasta enloquecer. Le digo que el norte es un páramo de catolicismo y violaciones. Ramón escucha y atiende. Luego dice que ha conversado con algunos pobladores y que vio, en una capilla diminuta, unas mujeres que rezaban como maniáticas. Björk no está acostumbrada a ese nivel de fanatismo y le pidió que fueran a caminar para limpiar las voces de los espíritus. Ramón alquiló una moto y se subieron a uno de los cerros por un caminito invisible. Se instalaron en la ladera seca y se recostaron en un desierto como si fueran unos vaqueros salidos de una película de los setenta.
En un momento, la mujer del mostrador se acerca y nos tiende la cuenta en la mesa. Es una marca nítida de que ha llegado el horario del cierre. Le pido a Ramón que caminemos por Palermo. Ramón hace una mueca con la boca en señal de aprobación. Atravesamos Juan B. Justo y un camión casi nos aplasta. Encaramos por Godoy Cruz. Las luces y los árboles estiran sus brazos metálicos en la noche. Le cuento que el payaso ha avanzado con la investigación. Ramón me interrumpe y habla del paseo nocturno bajo las estrellas civiles de Humahuaca. Le digo que el payaso me ha enviado al pasado. No lo puede creer. Sonríe y saca un cigarrito, un porro hecho por él mismo. Le pregunto por Björk. Me dice que se van a tomar unos días, que después de tantos días juntos necesitan descansar. Ella está en una quinta de Pilar con una amiga haciendo artesanías de papel, grullas y otras cosas parecidas. Ramón se estira y en el aire siento el peso del cansancio.
Me pregunta por mis viajes. Le cuento la primera sensación, la del despegue. No está sorprendido. Solo manifiesta una mínima curiosidad por el diálogo con Perón. Agrega que gracias al general él tuvo sus primeras vacaciones. Dice que el viejo, así como era, ayudó a muchos argentinos a salir por primera vez. Sospecho que Ramón hará un elogio del peronismo y le pido que se detenga un momento en la historia, que no vea el peronismo con los ojos del fanático, que se está pareciendo al payaso en sus palabras. Me toca el brazo, me pide que espere, que lo escuche, me pide por favor que piense por única vez en el deseo del pobre. Le digo que no se olvide que vengo de Moreno y que allí la pobreza no es un espejismo. Me dice que una cosa es ser pobre por un tiempo y otra es ser pobre toda la vida. Le encuentro razón.
Nos instalamos en una barcito abandonado en una callecita de Palermo Viejo. Nos tomamos unas birras y la noche se llena de sabor metálico, idilio y melancolía.
Cuando ya el sol despunta entre los perfiles quebrados de los edificios, Ramón confiesa que la islandesa es la mujer de su vida.
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