La pregunta por el pasado tiene múltiples respuestas. Para el físico italiano Carlo Rovelli, el tiempo es una necesidad humana, un deseo, una forma de medir la subjetividad. En términos científicos, el tiempo no existe. Sin embargo, a cada paso que damos, sentimos la fulguración del pasado. Le damos un nombre, dos o muchos. En las diversas lenguas del orbe, hay términos para designar lo que queda atrás. ¿Esos términos dan cuenta de la heterogeneidad, la opacidad o la virulencia del tiempo? A veces pienso que eso que llamamos pretérito no tiene nombre. Es un fenómeno profundo, un túnel infinito, una insondable superficie con fractales que se multiplican, una zona imposible de agarrar. Nadie puede atrapar el pasado. Además, ¿qué haríamos si pudiéramos volver atrás? Le damos nombres solo como una forma de interpretar (nadie puede interpretarlo) eso que se fuga, inevitable. El pasado nos constituye, ya que sin él no sentimos la falta de eso que ya no somos.
No existe una palabra que pueda designar la trama, la urdimbre hospitalaria de lo que no está. El pasado no es solo una posibilidad del tiempo. Es, también, una parte de la casa, un patio, un jardín breve o extraño, una geografía de los recuerdos, una sala de hospital, una preparación para la muerte, un testigo de que alguna vez fuimos. ¿Y quién puede saber lo que fuimos?