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abraham pape
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El mimo (Parte I)

A las siete de la mañana sonó el teléfono, levanté el auricular al final de la tercera alerta. Sí, era un teléfono fijo con cable de corriente eléctrica, micrófonos, amplificador, botones, conmutador y gránulos de carbono. Esto pasó en 1998 en los últimos días del invierno. Hacía un calor extraño, el clima no conjugaba coherentemente sus verbos. Y para variar no pude ir a trabajar por culpa del mimo. La voz del otro lado de la línea era ronca, su dueño estaba enredado con un timbre provinciano de México y un chicano neoyorquino. Ven por el mimo, me dijo, ya está muy tomado y se quiere pelear. Solté el suspiro clásico de los novelistas. Estoy ahí en veinte minutos, dije sin saber si cumpliría la promesa. Ojalá puedas llegar antes, me gritó la voz. Me tengo que vestir, ¿no?, le dije. Si sigues colgado al teléfono no llegarás nunca. Colgué con fuerza, así se cortaban las llamadas antes. ¿Se acuerdan que decíamos “colgar el teléfono”?

Cuando llegué el mimo estaba al fondo del local, en la trastienda, se sujetaba a una botella de cerveza caliente. Entré y el encargado del negocio, el dueño de esa voz que me había llamado unos minutos antes, me miró y con los ojos me hizo la seña para que pasara y me llevara al mimo. Asentí como se hace en las películas de vaqueros, si hubiera tenido un sombrero tejano me lo hubiera acomodado, hubiera ajustado mi chaqueta de piel y mis espuelas sonarían con cada paso hasta llegar y encarar a mi contrincante.

El mimo me vio andar hacia él y sonrió. El maquillaje, desparramado, daba la impresión de que su cara se derretía y la sonrisa macabra dejó que se asomaran unos dientes amarillentos por el tabaco de la parranda. Cosa rara en él, siempre tenía los dientes tan blancos como su rostro. Estábamos frente a frente, el mimo se quitó el sombrero invisible e hizo un saludo de caravana para quinceañera. Le arrebaté la botella y le dije, “vámonos”. El mimo comenzó a tambalearse violentamente, pensé que se iría de espaldas. Espera, deja me termino esta, dijo y me arrebató la cerveza que de inmediato empinó sin darme tiempo a reclamar. El tambaleo se detuvo súbitamente, luego se le escapó un eructo y como si apenas me reconociera levantó esas líneas que para los mimos son cejas y el punto negro que unía sus labios pareció recuperar el color. ¿Qué haces aquí?, me preguntó. Vine por ti. Ya vámonos, le dije y le tomé del brazo. Deja me acabo esta. Y otra vez el mimo empinó la botella hasta que el líquido amarillento con más aspecto a orines que a cerveza desapareció. Se limpió la boca con la manga de su suéter invisible, en su brazo quedó una mancha blanca. Luego me ofreció su disponibilidad con ademán de matrimonio. Le tomé la mano y entrelacé sus fuerzas a mi antebrazo, pero cuando el mimo dejó la botella de cerveza vacía sobre una repisa de nuevo comenzó a temblar, en la botella estaba su balance.

Un camino de diez minutos con el mimo colgado de mi brazo nos tomó un cuarto de hora. ¿Y tú por qué me tienes que detener la borrachera?, me dijo el mimo en el transcurso ¿Desde cuándo los gatos le tiran con escopeta a otros gatos? El mimo chocó contra un árbol “Usted perdone”, le dijo a la corteza y se levantó el sombrero invisible. Luego otra vez contra mí. ¿Quién te crees tú para ir a mi fiesta y parar todo? Me llamaron para que fuera por ti. ¿Quién te llamó? No importa, ya pasan de las ocho de la mañana. Tienes que dormir, desayunar algo. ¿Ya no fuiste a trabajar?, me preguntó. No, ya casi llegamos a mi estudio, debes descansar. Pues yo soy mimo. Yo soy el mejor mimo de aquí. Los mimos jalamos cuerdas, empujamos paredes, subimos escaleras, fumamos, y todo es invisible. Mira esa gente como me observa, el mimo apuntó con su dedo flaco. Del otro lado de la calle pasaban personas que lo miraban andar trabajosamente, el mimo se sostenía al brazo de una persona invisible, yo. Mira, me dijo el mimo, ellos me ven y piensan “¡uff, qué mimo tan talentoso, va borracho y se apoya en alguien invisible!”. Sí pero la cuenta que acabo de pagar por tu parranda no la pagué con dinero invisible. El mimo se detuvo bruscamente, recargó una mano sobre la barda de un garaje para no caerse. Miré a todos lados, pensé que se atrevería a mear porque se metió la mano libre al pantalón. Que bochorno, mimo, le dije. ¿Cómo haces esto? Estamos a dos calles de mi estudio, la gente me conoce por aquí. Ven contigo… Tú eres invisible, tonto. Yo soy un mimo, dijo. ¿No puedes esperar?, le pregunté. El mimo con la mano temblorosa sacó unos billetes de la bolsa derecha: tres dólares y unas cuantas monedas. Toma, me dijo y extendió el puñado de dinero. Tomad esto y gracias. Yo no necesito que me paguéis el chupe. Por supuesto no tomé el dinero. Los billetes arrugados no se acercaban a la cuenta que acababa de pagar. Además que eso era lo único que el mimo tenía para comer más tarde cuando le diera la resaca.

Cuando llegamos a mi estudio el mimo se tumbó sobre el sillón y se quedó dormido. Comenzó a roncar. Lo miré sorprendido, con qué rapidez se terminaba la travesía, una noche larga borracho, una velada de chistes malos, de insultos sordos y de canciones con letra muda. Astoria era para él una esquina donde el tiempo lo convertía en el rey del verso patético.

Le quité los zapatos invisibles, los calcetines con parches de colores y hoyos que dejaban ver el dedo gordo. El suéter invisible me fue imposible remover, el mimo pesaba mucho y no cooperaba, se lo dejé puesto.

A los tres días despertó. El mimo me miró sentado en mi escritorio, no lo dijo pero pude ver lo que pensó. Pensó que yo no me había movido en todo ese tiempo. Para él la velocidad del tiempo era perceptible, qué irónico. El mimo se levantó y se metió a la ducha sin decir nada. Luego se maquilló la cara. Qué blanca le quedaba cuando parecía renacer.

Desde el espejo en el baño, mientras el mimo se maquillaba, me gritó: “¿Te acuerdas de Rodrigo, el colombiano?” Sí, ¿por qué? Ayer le dije…Hace tres días, mimo, querrás decir hace tres días. No, ayer. No, mimo, la parranda fue hace tres días. Acabas de despertar. Bueno, fíjate lo que pasó. Llegó un tipo a la tienda y me preguntó, “oiga, mimo, ¿usted es mimo de verdad?”. Sí, señor. Gracias a Dios soy mimo. Y el colombiano que se mete a la plática y me dice. Oiga, mimo. A mí no me gusta cuando usted dice eso. ¿Qué digo?, le pregunté. Qué gracias a Dios es mimo, dijo el colombiano. ¿Y por qué no le gusta que yo diga eso? Pues porque me hace sentir que yo por ser colombiano ya me cargo la chingada…

(Viene otra parte. O más.)


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