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Fabian Soberon

El hombre radio

A los pordioseros de Tucumán

Desde hace años camina por la ciudad. Por las noches, infatigable, recorre las veredas de las plazas y se detiene a mirar los niños que saltan y corren, eufóricos. A veces los chicos se van de la raya y las madres se enojan y no les dan los caramelos. Y los chicos lloran como condenados. El hombre radio llora por dentro cuando no les dan los dulces. Es como si no se los dieran a él. Su voz extraña y perfecta palidece con el dolor de los chicos.

El hombre radio fue abandonado cuando tenía dos años. Las enfermeras del hospital dicen que la mujer lo dejó en una bolsa de cartón, en medio de la basura y el olor a mierda, ese perfume insondable que la gente esquiva cada vez que pasa cerca de un pozo ciego o de una reunión de pordioseros.

Él no es un pordiosero. Ni un marginal. No es un manyín. Es el hombre que lleva la radio en la sangre, como un insecto o un tambor transparente. Lleva consigo un aparato interior. De esos que suenan cuando se está triste o cuando hay una tormenta lejos y la noche se pone más negra.

El aparato lo acompaña siempre. Es una voz multiforme, perfecta. La escucha especialmente en el silencio nocturno, en las noches de luna llena, en las plazas penumbrosas y en los colegios lleno de voces estridentes.

Él camina todo el día. Se define por la manera tosca de andar. Tiene una pierna más corta y unas zapatillas llena de vaquitas de San Antonio y usapucas. Mira hacia todos lados y no mira a ninguno. Tose antes de hablar.

Su último hogar es la plaza Lavalle.

Ayer, mientras sonaba la voz de la radio potente, en el silencio de la plaza, se encontró con un chico. Gordito, caminaba solo por las baldosas abandonadas. Estaba tirado, como un gusano, en medio del frío atroz. El hombre radio se acercó. Le preguntó qué hacía. Y él chico le dijo que nada, que estaba dando vueltas sin saber a dónde ir.

Después le contó la historia de su vida. Los padres estaban en Salta, en la cosecha. Y no lo podían llevar. Por eso estaba solo y no tenía comida.

La historia del chico era un espejo sucio de su vida. Él también estaría solo sino fuera por la voz insondable y ronca, ese sonido áspero, estridente y final que lo sigue a todas partes.

La gente a veces lo mira y le pregunta: ¿de dónde sale esa voz? Entonces él se ruboriza, se avergüenza. Y la radio enmudece.

Se siente un privilegiado, el Mesías de la radio. Y cree que la voz es una compensación: lo que le quitaron sus padres se lo devolvió Dios. Él está convencido de que nadie más puede hablar como un hombre radio. Nadie puede transmitir las voces de los otros.

El hombre radio es el portavoz de los hombres.


Photo Credits: chaps1

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