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El guitarrista

Preludio

Un libro con cientos de partituras de música clásica para guitarra está abierto encima de la cama. Un atril con una hoja garabateada en corcheas y semicorcheas está frente a Carlos, quien no advierte la presencia del otro guitarrista que ha llegado sin previo aviso y que lo observa detenidamente. Cada compás es repetido, se reitera hasta volverse la sucesión de una melodía hermosa. Por muchos días el joven guitarrista ha practicado de manera constante una pieza de Isaac Albeniz: Asturias. El visitante se fija ahora en los pies de Carlos, unas sandalias dejan sus nueve dedos descubiertos, un ruido delata al observador y el guitarrista toma consciencia de la visita. “Quiubo, ¿desde hace rato estás ahí? qué pena, no te había visto”. De inmediato Carlos cubre sus pies con calcetines blancos.

“Hoy montaremos Asturias, creo que el trémolo lo podemos hacer…”.

Andante moderato

Antes de ingresar al conservatorio, Carlos adquirió una llamativa motocicleta de cilindraje medio. Hacía viajes largos por carreteras de alta velocidad para experimentar la sensación de volar, algo parecido, según él, a la sensación plena que experimentaba cuando culminaba una pieza clásica. Al poco tiempo de comprarla, recorriendo las calles de Cali, Carlos aceleró por una cuadra y terminó emboscado por otro motociclista aficionado.

“Sentí el impacto, un ruido fuerte, recuerdo que tenía la cabeza sobre el borde de un andén, y cuando abrí los ojos intenté ponerme de pie, al dar el primer paso, algo se me desprendió y ahí me desmayé. Abrí los ojos, había mucha gente alrededor, personas que lloraban. Cuando estaba consciente la gente me decía que iba a estar bien, que estuviera tranquilo, que la ambulancia ya estaba allí. Entre todo el gentío alcancé a ver que mi novia se acercaba, junto a ella venían los paramédicos, sólo sentía que en mi pie caía agua tibia, nada más, no había dolor, cuando miré a mi novia recordé que al día siguiente ella se graduaba y simplemente lloré”. Carlos llegó al hospital. Los paramédicos removieron el zapato destrozado del pie derecho, luego el calcetín que cubría tres dedos colgando de filamentos rojos, acuosos.

“El médico sólo dijo: perdés dos dedos, si no los amputamos es probable que todo el pie se perjudique, hay polvo, mugre, definitivamente hay que amputarlos…, me acordé de Bartoli, el de la pieza esa que montamos hace mucho tiempo, ¿Aubade?, no sé por qué me acordé, el médico repetía la misma cosa, y yo lloraba recordando el grado de mi novia, y ese arpegio en Mi menor.” Días y días transcurrieron, finalmente, los prodigios de la ortopedia lograron salvar dos de los tres dedos destrozados.

El juguete veloz se quedó en un rincón de su casa, el polvo empezaba a recubrirlo. En su cuarto también a la espera estaba su guitarra, desafinada por la falta de uso.

Allegro

Luego de haber asistido a las dolorosas terapias de rehabilitación Carlos regresó a sus cuerdas. “Lo primero que quería hacer era tocar, tocar y tocar. Estaba como poseído, la primera partitura que agarré fue una de Bartolomé Calatayud, ¿te acordás del Vals?, me la sabía de memoria, y creo que se me aguaron los ojos, dejé la partitura a un lado y me dejé llevar por el tun tántan, tun tántan, y esos bajos…”.

La música era la mejor terapia para olvidar. Carlos decidió volver al conservatorio y empezar talleres cortos de guitarra clásica. Iba en autobús todas las noches de seis a ocho. Su recuperación fue total, salvo algunas secuelas. Don Heriberto, su padre, convenció a Carlos para que dejara el conservatorio y probara con algo que le diera un mejor futuro.

Rallentando

Los gastos de transporte, la ubicación, el tiempo y la gente, todo un conjunto de factores tediosos obligaron al guitarrista volver la mirada a su juguete. “Le tenía pavor, lloré apenas me monté, y eso que lo hice dentro de la casa, (risas), mi hermano la mandó a arreglar y mi mamá preocupada me decía que no, que me fuera en bus, pero yo le decía que no, que ya era tiempo de volver, que debía superar el trauma”.

El guitarrista fue contratado para trabajar como técnico electricista. En sus ratos libres se entregaba a la guitarra. Giuseppe Antonio Brescianello era revivido en las tardes cuando su Partita en A major fluía en las manos de Carlos. Un ambiente Barroco envolvía por momentos la habitación del joven.

Crescendo

“La plata empezó a verse. Trabajé en esa empresa donde hacen cerveza. Me pagaban rebien. La confianza que tenía para manejar la moto mejoró, pero aún sentía miedo, yo siempre he pensado que no estamos seguros, que en cualquier momento nos puede pasar algo que nos cambia la vida. Trabajé duro. En ese momento encontré una canción de Alonso Mudarra, Fantasía X, hermosa, parece sencilla, me gusta mucho como empieza, primero esa notas fáciles que se van complicando en los compases, después la velocidad, me gusta mucho la parte de las cejillas. Después del accidente le cogí pavor a los cruces, a las intersecciones, disminuía la velocidad por temor a encontrarme con cualquier loco imprudente.”

Las expectativas laborales se cumplieron; Carlos no abandonó la música pero fue consumiéndose en los trabajos cada vez más codiciables y absorbentes. Consideró la compra de una nueva moto, de mayor cilindraje, pero su madre intercedió en la decisión y nunca lo hizo. Un día su padre le consiguió un contacto en una de las mejores empresas de Cali y le dijo que debía ir a presentarse para que lo contrataran. Carlos no tenía más opción, era la cúspide de sus logros, ganaría más dinero que una persona de su edad. Exento de responsabilidades mayores, Carlos decidió presentarse. A Capriccio.

Accelerando

Rumbo a la cima, en la carretera que conecta Cali con Yumbo, Carlos acelera a cien kilómetros por hora y de repente…

Espressivo

“No recuerdo nada, lo que sé me lo han contado. Dicen que fue una volqueta, que me tocó en un lado y salí disparado. Dicen que me salían coágulos de sangre por la boca, que estaba boca arriba y que me pusieron de lado para que no me ahogara. Duré dieciocho días en coma; cuando desperté tenía los ojos medio cerrados por los puntos. Dos días después me dieron de alta. Llegué a mi casa desorientado, era como acostarse a dormir un lunes y despertar muchos días después en un lugar desconocido, con dolores que no le desearía a nadie. La cadera se destrozó, mi cara también. Tuve una fractura craneoencefálica, pérdida de memoria, parálisis facial en un lado. No podía hacer nada, permanecí mucho tiempo acostado al cuidado de mi familia. Un día quise sentarme, estaba toda mi familia allí; entre todos lograron sostenerme un momento sentado, fue tanta la emoción que no pude contener las lágrimas y las risas, lloré, lloré como si ese sencillo movimiento lo fuera todo”.

Las terapias empezaron de nuevo. El dolor empezó de nuevo. Las heridas reiteraban su presencia con dolores infernales. Gritos, lágrimas, dolor. Algunas veces el dolor sobrepasaba los umbrales normales de resistencia y Carlos comenzaba a convulsionar. Algún círculo de la imaginación Dantesca.

Al cabo de un mes Carlos ya pudo sentarse sin ayuda. “En mi cabeza sonaba la música, perdí el olfato pero creo que mi oído se agudizó más de lo normal. El Vals de Calatayud volvía a mi cabeza, así que un buen día decidí volver a la guitarra. Me senté en un borde de la cama, abrí el atril, busqué a Bartolomé y puse su Vals frente a mi cara un poco torcida. No pude coordinar mis dedos. No pude. Era como si la guitarra me hubiera olvidado, me hubiera abandonado. Lo intenté muchas veces y no pude, lloraba, me daba rabia, me aburría, ese vals era la pieza más sencilla que yo sabía, pero no pude coordinarla, así que la abandoné”.

Transcurrió el tiempo y Carlos decidió abandonar las partituras, pensó que la mejor manera para retomar la música era tocar la guitarra sin usar el arduo trabajo nemotécnico. Impromptu. Las improvisaciones fueron efectivas.

Finale

“Como ejercicio, empecé a recordar el punteo de la Esperanza, sencillo y muy bueno para ganar velocidad, fui despacio, empezaba casi de cero. Luego punteos un poco más complejitos pero que recordaba sin partitura, Pueblito viejo, algunos de canciones como frágil al viento, y poco a poco fui despegando. La moto quedó casi intacta, no le pasó mayor cosa, algunos rayones por allá, otros por allí pero no más. Duró tiempo guardada en el rincón de siempre, hasta que decidí venderla y con esa plata compré un carro, un cupé. Después de muchos meses, cuando ya tenía cierta velocidad y un poco más de memoria, probé con las partituras y esta vez funcionó. El vals sonó como debía, y monté el Romance de Bartoli, la otra pieza, Aubade, aún me costaba trabajo.

Hay una parte de Asturias que me hace recordar muchas cosas, por eso quiero que montemos esa pieza; no sé cómo sonará a dos guitarras, no creo que suene como AllaTurka, pero podemos intentarlo. Mi memoria ha mejorado. Montemos Asturias, creo que la guitarra por fin se ha contentado conmigo”.


Photo Credits: Hernán Piñera

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