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El futuro

Retorné a reanudar mis clases en la universidad en septiembre pasado. Habían transcurrido cuatro meses de protestas antigubernamentales que abortaron el semestre. Al regreso, mitad de mis alumnos se había marchado del país. No se habían mudado de universidad o de provincia. Se habían ido al extranjero. Y de los que quedaban, la mitad hacía planes para largarse.

Decidí que tan importante como dictar mis clases era dedicar tiempo a escuchar a mis alumnos. De las muchas conversaciones que he sostenido con ellos, una frase, como una fórmula religiosa que se repite, salía a flote una y otra vez: no veo futuro. He pensado mucho en esa oración, sus alcances, lo que significa. ¿Qué quiere decir alguien cuando dice que no ve el futuro? ¿Se puede ver el futuro? ¿Cuántos estamos seguros de que estaremos aquí mañana, a esta hora?

El futuro no se ve, se sospecha, se espera. Yo espero estar aquí mañana. Sospecho que no habrá obstáculos que me lo impidan. Pero no puedo ver lo que sucederá mañana. Cuando alguien dice que no ve el futuro está diciendo dos cosas: que ya no espera algo del futuro, y algo peor: que ya no espera el futuro. En dos platos: que ya no hay esperanza. ¿Y qué es la esperanza? Una sospecha. Cuando sospechamos como realizable algo que anhelamos, nos llenamos de esperanza. Por el contrario, el déficit de esa sospecha es la frustración.

Mis alumnos ya no sienten como alcanzable una parte de sus sueños, y emigran. Tienen razón. Venezuela ya no es fiador de los sueños de nadie. El país ya no firma letras de cambio por nuestro futuro. El país ya no financia nuestras ilusiones, sino que las hipoteca. Todo eso es cierto, pero a mí me toca hacerlos mirar a otra parte. Con frecuencia les pido que antes de tomar la decisión de irse miren a las otras parcelas de su entorno para que la decisión esté fundada en su realidad.

¿Qué hacer, entonces, ante ello? No puedo asumir una postura de juez ante quien se va ni ante quien se queda. En diversos sentidos ambas posturas son válidas. Mi papel como docente es otro: hacer que quien se va y quien se queda descubra que las oportunidades no lo son por sí mismas, sino porque disponemos de un equipaje existencial que nos hace aptos para ellas. Y aun más: mi trabajo es enseñar a mis alumnos a construir oportunidades más que sentarse a esperarlas.

Aquella esperanza de la que hablaba tiene mucho que ver también con esta capacidad para diseñar oportunidades cuando parecen volverse escasas. Mis alumnos quieren emigrar porque no ven oportunidades en su futuro, pero quien emigra también lo hace en condiciones de desventaja como extranjero, lo cual supone una drástica reducción de las oportunidades. Unos y otros, si cultivan este hábito de no conformarse a la escasez de futuro, sabrán diseñar salidas que amplíen su visual de cara al mañana. El futuro siempre está allí, adelante, como una carretera que no vemos, pero sospechamos tras la niebla.

También me percato, muy en el fondo, que esta certeza del mañana es un combustible esencial para seguir adelante. Y es paradójico: ¿quién tiene certeza del mañana? Nadie, pero creer que podemos estar allí forma parte de lo que necesitamos para trabajar, estudiar, amar y luchar. Nadie sabe a ciencia cierta que el mañana nos esperará, pero esperamos el mañana y formar parte real del mismo.

Por ello la fe y la esperanza son virtudes que van estrechamente unidas. La espera intima con la creencia. Creer y esperar son esenciales para la vida, pero necesitan de una tercera virtud: el amor. Es el amor quien da sentido al creer y esperar. Ese mañana que espero en efecto se carga de certeza cuando tengo fe en aquello que espero, pero esta expectativa de futuro puede vaciarse de significado cuando no está dirigida a una entrega, a una donación de sí que le otorgue sentido.

Hoy, precisamente, le decía a un alumno que, al margen de que se quedara o se marchara, era imprescindible que se trazara un sueño, algo en qué creer, y una estrategia para esperar el mañana y merecerlo. Pero todo este artificio, le decía, solo tendrá sentido si lo dirige como una donación de sí mismo sobre alguien más. Luchamos para lograr algo por y para nosotros mismos, y hemos olvidado aquellos tiempos en los que alguien luchaba por lograr algo por y para los demás.

Allí radica el sentido de esto que llamamos existencia. Cuando somos capaces de colocar el destino de nuestros esfuerzos, y el beneficio que ello acarrea, más allá de un pequeño yo, justo allí donde comienza a existir un yo más extenso: el nosotros.

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