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paola maita
Photo by: Liz Henry ©

El espectáculo de la hipoteca del pensamiento crítico

No tengo idea de cómo me veo bailando. Después de más de 20 años de danza, no he podido saber cómo luzco bailando en vivo porque no puedo ejecutar y mirar al mismo tiempo. Claro que me he visto en vídeos que familiares y amigos me han hecho, pero eso no es más que verme a través de los ojos del otro. No sé cómo me verían los míos en el momento exacto en el que ejecuto una coreografía porque no puedo tener dos estados a la vez: el de bailarina y el de espectadora.

Así como no puedo tener esos dos estados al mismo tiempo para una coreografía, tampoco puedo hacer lo mismo con la situación de Venezuela. Mientras vivía allí, mi papel era claro. Estaba metida de cabeza en la obra de vivir en el país, de ver cómo todo sucedía y me afectaba minuto a minuto.

Una vez que emigré, la experiencia comenzó a ser un poco menos de estar dentro de la obra y pasó a ser un poco más verla desde fuera. Como muchos otros que se han ido, sigo lo que allí sucede en la medida de lo que los kilómetros, la diferencia horaria y mi salud mental, me lo permiten.

A medida que puedo ir analizando las cosas desde el punto de vista de una espectadora, no puedo evitar darme cuenta que uno de los procesos más graduales y profundos que nos ocurrió como población fue la enajenación del pensamiento crítico. Los años de adoctrinamiento social y político no pasan en vano.

En las dos últimas décadas, en el aire ha flotado esta idea enrarecida de que todos tenemos que pensar de una manera única, que cualquier disidencia es peligrosa y malvada. Mientras estuve adentro, pensé que, al no formar parte del grupo adoctrinador, estaba a salvo de sus ideas.

Fui ingenua al pensar que quizás, si no veía los canales de televisión del Estado, ni escuchaba las cadenas televisivas de un presidente megalomaníaco, y mantenía un mínimo de contacto con todo aquello que seguía sucediendo más allá de las fronteras… Quizás eso me salvaría. Podría darme el lujo de conservar ese pensamiento crítico que poseemos todos y que nos constituye como seres humanos únicos.

Tuve que emigrar, dejar de respirar ese aire, para darme cuenta que algo de todo eso sí se permeó dentro de mí. Y dentro de muchos más.

Aunque viva en otro país, sigo siendo residente de Twitterzuela, un país que nos hemos inventado dentro de Twitter como un último bastión de opinión libre. Allí se hace evidente que todos tenemos signos de adoctrinamiento ideológico. Normalmente, se camufla entre los millones de tweets que hay a diario, pero durante las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos, los mecanismos miméticos de siempre fueron insuficientes. Quedaron a plena luz las consecuencias de estos últimos 20 años, donde nos han sometido a un estado de delirio colectivo que nos hace ver mesías y demonios en todas partes.

Para algunos, Trump era el demonio a vencer porque les traía flashbacks de Chávez. Para otros, era Biden, a quien acusaban de que instauraría un Estado comunista en Estados Unidos. Todos nos volcamos a defender fervientemente a uno u otro con los mismos argumentos desgastados.

Hubo momentos donde sentí como si todos, incluyéndome a mí misma, tuviésemos el pensamiento crítico hipotecado. Hemos pasado tantos años así, que hemos olvidado que tenemos la capacidad de generarnos opiniones propias y que el que piensa diferente no es un enemigo.

Por un breve momento de lucidez, tuve el lujo de sentirme espectadora de la escena.


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