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txemi parra

El escapista nacional socialista (Primer capítulo del libro Funeraria en Brooklyn busca muerto)

Funeraria en Brooklyn busca muerto

 

Viernes, 7:55pm

Vivir con muertos da hambre.

Puede que se trate de una reacción psicológica primaria por medio de la cual, ante la presencia cotidiana de la muerte, el ser humano tiende a sobrealimentarse para aferrarse a la vida y sentirse más vivo, paradojas de la existencia.

El caso es que hacía tan solo un mes desde que me había incorporado a mi puesto y a pesar de las altas temperaturas, cuarenta grados con una humedad sofocante, y la ausencia de actividad física inherente a mi cargo, había engordado cinco kilos.

Consulté mi reloj y automáticamente comencé a salivar, faltaban cinco minutos para finalizar mi jornada laboral, una vez más Pavlov y su perro se sentirían orgullosos de mí.

Si algo me gusta de los americanos es su devota rigidez horaria, la impuntualidad es motivo de despido inmediato, hecho que contrasta abiertamente con su admirable laxitud en lo referente a la vestimenta, el dress code que dicen ellos. Mi contrato me definía como un agente especial de seguridad del sector privado y el uniforme que me habían asignado para desempeñar tan insigne tarea consistía en una camisa blanca de manga corta, unas bermudas azul oscuro y unos mocasines del mismo color. Indumentaria, obviamente, que se correspondía al periodo estival. Una de las muchas cosas útiles que había aprendido en mi periplo americano es que «mocasín» proviene de makasin que en lengua Powhatan hace referencia al calzado de piel sin curtir que usaban los nativos americanos. Dato al que recurría siempre que me encontraba en una de esas conversaciones de ascensor en las que uno no sabe que decir.

La idea de pasar el verano en Madrid, desempleado y sin visos de opción laboral alguna, no era muy alentadora, mi padre insistía en que volviese a casa donde podría disfrutar alternativamente y a mi elección, de la oferta cultural de la ciudad y los placeres del mar en nuestra casa solariega de Mundaka, bella localidad costera del litoral vasco. Si bien la oferta era tentadora, yo sabía que tras ella se escondía el interés de mi padre para que volviese a mi ciudad natal con ánimo de convertirme en un hombre de provecho y todo indicaba que el primer paso para conseguirlo era emplearme en Zunzunegui Abogados, el exitoso y lucrativo bufete familiar ubicado en plena Gran Vía bilbaína. Por eso cuando la Nonna Rafaella me habló de la posibilidad de ir a Nueva York a trabajar un par de meses en una funeraria vi la oportunidad perfecta para poner tierra de por medio y vivir mi sueño americano, aunque fuese en versión campamento de verano.

Pier Luigi Zunzunegui

Treinta y tres años. Ojos azules, pelo moreno, piel blanquecina y nariz prominente.

De madre napolitana y padre vasco. Se crió en Bilbao, donde para sus compañeros del colegio siempre fue «el espagueti», cada verano acudía a Napoli donde era conocido como «il vasco».

Tras licenciarse en Derecho por la Universidad de Deusto, se mudó a Madrid donde estudió criminología, a la vez que trabajaba como agente de seguridad en un centro comercial.

Su sueño es ser inspector de policía, pero ha suspendido las oposiciones para entrar en la Ertzaintza, la Policía Nacional, la Municipal y la Guardia Civil. En todas las ocasiones no superó las pruebas físicas.

Las ocho en punto.

Como cada viernes a las ocho cogí mi bandolera color camel, cerré la puerta de la funeraria con doble llave, bajé los siete escalones empezando por el pie izquierdo, enfilé Clinton Street y me dirigí a Francesco´s, mi pizzería favorita. Carroll Gardens está ubicado en el norte de Brooklyn y es un barrio de marcado sabor italoamericano. Los restaurantes, las panaderías y cómo no, las funerarias, son todas de origen italiano: Monteleone, Ferdinando´s, Mazzola, Lucali, Caputo, Racugglia… La diferencia es que ahora el personal que regenta los comercios en vez de ser sicilianos o calabreses son, casi en su totalidad, latinos. Tal particularidad había provocado en materia lingüística lo que yo denominaba el efecto cangrejo bicéfalo; mi inglés no mejoraba y es que el uso de la lengua de Shakespeare en mi día a día newyorkino se reducía a un puñado de good mornings y cómo no al sempiterno excuse me, palabra comodín que los anglófonos usan indiscriminadamente y repiten hasta la saciedad. Pero es que además mi español empeoraba ya que, a mi escaso vocabulario, había añadido palabrotas y expresiones mal sonantes provenientes del vasto continente latinoamericano.

Mientras caminaba a paso ralentizado para paliar los efectos del termómetro iba pensando en el menú. Como cada viernes pediría una pizza margarita con extra mozzarella y me acodaría en la barra con una birra Moretti a charlar con Felipe González, mexicano de Vera Cruz que llevaba más de diez años viviendo de manera ilegal en New York, a comentar los temas recurrentes de cada viernes: las inclemencias meteorológicas, las elecciones a la presidencia, y la actualidad en torno a la pretemporada del Barça.

Nada más entrar me sacudió un soplo de aire gélido. Otra de las cosas útiles que había aprendido en mi estancia newyorkina es el uso y abuso del aire acondicionado que practican los americanos. Lo normal es pasar de los cuarenta grados de la calle a los quince grados del interior, y esto es así tanto en establecimientos públicos como en domicilios particulares. Una costumbre claramente insana desde un punto de vista médico que además atenta contra el medioambiente, el calentamiento global y el cambio climático. Nueva york en verano es un desierto de cemento posapocalíptico que se recalienta más y más bajo el efecto de los cientos de miles de aires acondicionados que trabajan sin cesar durante las veinticuatro horas al día. Así que al tomar asiento lo primero que hice fue abrir mi bandolera y ponerme el kit anticlimatizador que consistía en unas medias de fútbol, equipación del Athletic de los ochenta, un fular de tela amarillo que usaba a modo de chal y una visera con el logo I love Brooklyn en forma de corazón. Atuendo que, en su conjunto me daba un aire entre vieja del visillo y rapero posmoderno, circunstancia que pasaba totalmente desapercibida entre los parroquianos que frecuentaban el local.

—¿Cómo va eso gallego? Margarita con extra mozzarella y una cerveza bien fresca, ¿cierto?

—Qué haría yo sin ti, Felipe González.

—¿Y el negocio? —dijo mientras abría un botellín de Moretti—. ¿Ya entran nuevos clientes?

—Nada, está muy tranquilo.

—Pues digo yo, que con este calor la gente se tendría que morir más, ¿no?

—No te creas, la temporada alta en nuestro sector es el invierno, ahí es cuando las funerarias hacen el agosto.

—Ay compadre, a eso sí que no me acostumbro, ha habido años en que la nieve te llega a la línea de flotación —dijo mientras se señalaba la entrepierna.

—Yo es que soy más de frío…

—Tú aún no sabes lo que es tener las pelotas congeladas. Por cierto, ¿has visto la última de Trump? Ahora dice que quiere que el muro lo paguemos nosotros, será pendejo, encima de puta pon la cama. Pinche huevón.

—A ver Felipe, que diga misa, total, no tiene ninguna posibilidad de ganar.

—Sí, ya sé, pero es que no nos deja en paz, se podía meter con los chinos, pero nada, todo el día con nosotros, que si somos unos vagos, unos ladrones, unos criminales… ¿¡Y los chinos!?

—¿Qué les pasa a los chinos?

—¡Que son muchos, güey!—exclamó convencido a la vez que abría los brazos para resaltar lo obvio de la situación—. El que de verdad me preocupa es Messi, ¿tú crees que se irá del Barcelona?

—Ni lo sé ni me importa, a mí lo único que…

—Que sí, que sí… —dijo interrumpiéndome mientras me servía mi pizza margarita con extra mozzarella en un plato de plástico—. Que ya sé que tú eres muy del Bilbao, que sois diferentes, que no tenéis extranjeros…

—Del Athletic —maticé—. Se dice Athletic.

—Lo que tú digas, pero te estoy hablando de «fútbol» y mira lo que le pasa cuando juega con Argentina, que no rinde, no es el mismo y eso le puede pasar si se va a la liga inglesa o a Italia, ¡un desastre! Y podría ser peor, porque como le venga una mega oferta… ¡Espérate que no se vaya a China! Lo que nos faltaba, Messi jugando con los chinos.

Al salir de la pizzería había oscurecido pero la temperatura seguía igual de asfixiante. Una pareja de dominicanos de avanzada edad había plantado una mesa plegable de playa frente a la lavandería y jugaban al dominó mientras esperaban que terminase su colada. Un grupo de chicas vestidas con telas semitransparentes reía en voz alta de camino a la boca del metro en dirección Manhattan. Una señora en camisón y zapatillas de andar por casa paseaba a un perro con sobrepeso.

Volví a la funeraria. Como cada viernes me senté en el escalón número cinco a contemplar la vida pasar. Sobre mi cabeza reposaba flácida e inmóvil la bandera americana que adornaba nuestra fachada, no se movía ni una brizna de aire, el calor era sofocante, me sentía como un oso polar haciendo turismo en medio del desierto.

Cuando las gotas de sudor empezaron a correr por mi espalda di por finalizada mi jornada, abrí el portón y subí directamente a mi cuarto. Mi hogar, la funeraria, era una residencia de tres pisos construida en 1840de estilo historicista inspirado en la Grecia clásica, la planta baja contaba con dos espaciosos salones y una escalera de caoba maciza con paneles wainscoting que llevaba a los pisos superiores donde se ubicaban las habitaciones. Vivía solo, a excepción de Rogelio el cliente temporal que residía en el sótano, y lo increíble era que el alojamiento, según mi contrato, estaba incluido. Así que tenía, sin pagar un solo dólar, quinientos metros cuadrados a mi entera disposición en una ciudad en la que escasea el espacio y los alquileres son prohibitivos. Mi cuarto era tan espacioso como austero, el escaso mobiliario: cama, escritorio, mecedora y armario, eran del siglo XIX y las paredes estaban decoradas con motivos florales. Era como vivir en el museo de cera. Eso sí, contaba con una pequeña nevera eléctrica camuflada dentro del armario donde guardaba mi arsenal de txakoli. Además, y para mí sorpresa, había localizado una licorería en el barrio donde vendían mi marca preferida, txakoli: Julen Guerrero. Para los aficionados del Athletic, el fútbol es más que un mero juego, es una religión y Julen había entrado en el parnaso de los dioses rojiblancos junto a leyendas como Rafael Moreno «Pichichi», Telmo Zarra o Iribar. Así que beber su vino se convertía en un acto litúrgico, algo así como comulgar. La paradoja es que yo, que nunca he sido de misa diaria, gracias a Julen, comulgaba todos los días y más de una vez. Lo primero que hice fue quitarme la ropa, me quedé en gayumbos, coloqué la mecedora frente la ventana y me serví una copa. A través de la ventana se veía una hilera de patios traseros, el campanario de una iglesia y al fondo el puerto de New York desde el que se intuían las aguas del río Hudson. Al tercer txakoli sentí que Morfeo venía a visitarme.

El mago, un tipo espigado vestido con túnica y turbante y que hablaba con acento bávaro, se atusó el mostacho y pidió a su rolliza ayudante que escogiese una señorita y la subiese al escenario. La elegida fue una joven pelirroja con unos cautivadores ojos color turquesa. El mago pidió un fuerte aplauso para ella, la sujetó dulcemente de la mano y la introdujo en una especie de sarcófago de madera situado en el centro del escenario. A continuación, pidió a su fräulein ayudante que bajase nuevamente a la platea y trajese un caballero. Me quedé absorto contemplando el balanceo de los enormes pechos de la valquiria mientras caminaba por el proscenio, después un cruce de miradas, una sonrisa y para cuando quise darme cuenta estaba entrando en el sarcófago de la mano del mago teutón. Cuando mis pupilas se acostumbraron a la oscuridad distinguí el rostro de la hermosa pelirroja a escasos centímetros de mi apéndice nasal. Nos miramos en silencio, fuera se escuchaba el parloteo compulsivo del mago germanófilo. La conexión fue inmediata y movidos por los invisibles hilos de Cupido sentimos como nuestras bocas se acercaban la una a la otra mientras se abrían a la espera de recibir el elixir del amor. Entonces lo sentí, era un olor pestilente, una mezcla de azufre y huevo podrido. Por un momento pensé que sería parte de la magia, un ungüento o pócima que el mago guardaba en el sarcófago, pero no, no había margen de error, el fétido aroma provenía del aliento de mi enamorada. A la bella pelirroja le cantaba el pozo. La situación era extremadamente delicada ya que la fusión de nuestros labios era inminente y ya fuese por no ofender a una dama o porque no había escapatoria alguna, hice acopio de la máxima «de perdidos al río» y me lancé a besarla con pasión desenfrenada. En ese momento se escuchó una explosión, sentí como la puerta del sarcófago se abría y al disiparse el humo vi al público del teatro fundirse en una sonora carcajada. Mi compañera de cautiverio había desaparecido y ahí estaba yo adornando mis pantalones de lino fino con una descomunal y enorme erección.

Me desperté sobresaltado, con un terrible dolor de cabeza y empapado en sudor. Miré el reloj, las tres y diez de la mañana. El calor era insoportable, era evidente que el aire acondicionado había dejado de funcionar. Me levanté a duras penas, me dolían los riñones por culpa de la maldita mecedora estilo colonial. La luz tampoco funcionaba. Me asomé a la ventana y vi que las bombillas decorativas de los patios traseros estaban encendidas así que si había habido un apagón era tan solo en mi edificio. Por lo que recordaba el cuadro de luces estaba en el sótano. Encendí la pantalla de mi móvil, estado de la batería 5%. Bajé las escaleras con la ayuda de la mini luz que emitía mi mini pantalla. Nada más llegar al sótano me llamó la atención que la puerta de la «habitación de invitados», así es como llamábamos a la cámara frigorífica donde guardábamos a nuestros clientes, estaba entornada. Abrí la puerta y no pude contener un grito de terror. Más adelante recordando los hechos con frialdad me di cuenta de lo mal que había reaccionado y de todos los errores que había cometido en la noche de autos, pero en aquellos momentos tenía el pulso acelerado, migraña, taquicardias, dolor lumbar y el abotargamiento propio de la falta de sueño. Entré en la habitación, a pesar de la oscuridad se veía claramente como uno de los contenedores mortuorios estaba abierto y su caja vacía. No había duda de que era el habitáculo de Rogelio, nuestro único cliente. En su lugar había una tela, levanté el móvil para tratar de proyectar más luz, era una bandera, una bandera roja con un círculo en el centro. Me acerqué y se me heló la sangre, era una esvástica. No lo podía creer. Alguien se había llevado a mi muerto y en su lugar había dejado una bandera nazi.

Funeraria en Brooklyn busca muerto se desarrolla en Brooklyn durante el tórrido verano del 2016. Pier Luigi Zunzunegui, agente de seguridad en la funeraria Catanzaro, descubre que el cadáver de Rogelio von Pipenton ha desaparecido en extrañas circunstancias. Sobre su cajón fúnebre reposa una bandera nazi.

Pier Luigi, junto a su socio Walter Porfirio Cortés, comienzan una investigación que les llevará a un frenético viaje donde recorrerán los rincones más dispares de Brooklyn, a bordo de una moto sidecar vintage.

El oscuro pasado de los Catanzaro, sus relaciones comerciales con los mataderos Kosher de la comunidad judía, el enfrentamiento con la funeraria rival de los argentinos Bordellini, la Gestapo y el oro de Canfranc, la conexión rusa de Brighton Beach y por último la excéntrica viuda Pereira, una gallega con poderes adivinatorios, complicarán la investigación y harán que suba la temperatura en un agosto ya de por sí caldeado con las elecciones presidenciales entre Hillary y Trump a la vuelta de la esquina. puedes ser adquirido en cualquier librería en España y también en Amazon tanto en España como en Estados Unidos.

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