Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona.
María Zambrano
Debo admitir que me merece más confianza el candidato que, en su carrera, ha mostrado una genuina consideración por el pueblo y que le dé importancia a lo pedagógico, por encima de la exacerbada cultura del cemento; pues un candidato es mejor que haga remociones en las conciencias, que pueden ser favorablemente inclaudicables; en vez de levantar, ingenuamente, edificios que luego serán escombros.
Asimismo, es mejor no creer en la infalibilidad de una candidata o de un candidato: esta o este, aunque ejerza el poder o tenga voto directo en las decisiones que a todos implican, sigue siendo una persona; dicho de otro modo, es mejor votar por una opción representada por un ciudadano, que por un ciudadano que no siempre representa una verdadera opción o que es la cara de toda una maquinaria que no siempre pretende el bien colectivo; es decir, no caer en el caudillismo.
Yo no veo lío —guardando las proporciones, obviamente— en que la o el gobernante acepte con gallardía un error suyo que no fue premeditado, en vez del candidato que se asume como perfecto, léase en clave de lo que postula Rousseau: «Si hubiera una nación de dioses, estos se gobernarían democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no es adecuado para los hombres».
Creo en el voto de opinión como prioritario, aunque a veces es necesario el estratégico. Yo, por lo menos, siempre votaría por quien le importa la vida en la amplitud de sus dignas formas; por quien se atreve a educar a su pueblo, cuando es necesario, cuando cae en lacras y aberraciones; por quien sobrepone el bien de la mayoría, en vez del beneficio de unos pocos —que generalmente se enriquecen del trabajo de la mayoría—; por quien plantea un diálogo y escucha, en vez de quien promete un vendaval de obras; por quien piensa en una plataforma seria para el arte y la cultura, en vez de quien promete parranda y termina parrandeándonos.
Es muy común —y espero que no me suceda, aunque no lo temo— que se le reproche a un seguidor las aberraciones, salidas en falso o los desaciertos de su candidato elegido, antes y durante el mandato; no entiendo la estigmatización al derecho a cambiar de opinión, a desaprender, a contradecirse, a retractarse. Optar o no por un candidato no implica cumplir con él sus culpas, de haberlas; ni tampoco obliga a seguirlo toda la vida. Aunque es claro, también, que, cuando una tendencia se vuelve sistemática y se quiere saborear un plato distinto con la misma receta, es apenas lógico que nos asumamos como responsables, pues, como refiere George Bernard Shaw: «la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos».
He visto familias y amistades quebrantadas por una decisión política, pero esto es resultado de un país cuya polarización es proporcional a sus índices de violencia y, muchas veces, lo primero robustece lo segundo. Hemos cultivado, deleznablemente, la postura de que lo que no coincide con lo que pienso es contrario a lo que pienso o, de igual modo, que mi candidato es el correcto y los otros no. ¿Por qué se tiene que considerar que creer en un candidato implica, necesariamente, negar que otro también tiene ideas aportantes? Esto tiene una respuesta: fanatismo. Yo sí creo en que la política es dinámica, siempre que los movimientos en esta no sean desde el pan de la politiquería y su aditivo principal, la mermelada.
En fin, creo que la política puede entenderse desde la dinámica de confluir ideas, en vez de destruir la otredad; que las posturas no son necesariamente incorrectas, sino divergentes. Uno puede votar por quien quiera, votar en blanco o no votar por nadie: de eso consta la práctica democrática; pero también es necesario ser consciente y autocrítico frente al bien o desfavor que le hace a su pueblo con ese voto; y reflexionar si, en verdad, este responde a las necesidades actuales y sostenibles, en vez de un sufragio que venere el inmediatismo.
Yo sueño, quizá con ingenuidad decimonónica, que me podré tomar un tinto, siempre y tranquilamente, con quien piensa radicalmente diferente a mí. Creo que uno puede y debe elegir sin miedo. Creo que la democracia es una de las formas más indisolubles de hacer la paz.