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marcelo gabriel estrada
Photo Credits: An eye for my mind ©

El declive de los cuerpos

“Son dos generaciones distintas y, sin embargo, se están dejando morir los dos”, dirá Adela, hija de Dionisio y madre de Alberto.

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Comparten la casa, la misma en donde hace aproximadamente cinco años atrás un abuelo canoso y de contextura grande atendía su propio kiosco. En ese entonces, todo reposaba sobre un manzano en el cual los infantes del barrio arrancaban la fruta para comerla entre risitas. Los vecinos de la cuadra eran esos infantes, y Dionisio fue quien plantó ese árbol.

Dionisio tiene nueve hijos; dos de ellos son quienes cuidan de ese cuerpo que ya no es de contextura grande, y que tampoco sigue conteniendo esas miles de historias y leyendas del Paraguay, su país de origen. Están cansadas: desde ese accidente cerebrovascular, ese hombre que tenía como compañeros al trabajo y a la soledad –desde que se separó de su ex mujer vivió solo– depende totalmente de dos mujeres que decidieron que el mejor lugar para su padre es esa casa y no un geriátrico.

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Adela recuerda cuando Alberto solo era un nieto más que visitaba la casa de su abuelo y que, entre saltitos, le pedía caramelos. Ahora los roles se invirtieron y el muchacho de veinte años le da la merienda a ese hombre que a veces finge estar saciado, sin hambre. Él también finge no tener hambre: su orgullo no acepta de ningún modo que su madre le dé un plato de comida. Una vez, en su cumpleaños número dieciocho, su madre le preparó una torta rellena de frutillas como a él le gusta. El joven la hizo una masa amorfa y la tiró al tacho de basura.

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Sebastián dice que, en menor o mayor medida, tiene la culpa de que su hermano se deje morir.

Corría el año 2015 y el hijo mayor de Adela sufría reiteradas crisis: estaba depresivo. Sus crisis, como él las llama, consistían en autolesiones, borracheras, trastornos alimenticios y, finalmente, un intento de suicidio. “Estaba muerto en vida y lo sabía. Pero no me daba cuenta de que también estaba matando a mi familia”, dirá Sebastián.

Alberto no quiso entender, no quiso aceptar o, en contraposición, no tenía la suficiente madurez emocional para sobrellevar el declive inminente de su hermano que, antes de que este último entrara a la adolescencia, era su referente, su ídolo. Tampoco entendía por qué su madre lo socorrió llevándolo a psicólogos y psiquiatras en vez de dejar que se diera la cabeza contra la pared. “Una vez, cuando fui a buscarlo para que volviese a casa, le pregunté por qué hacía eso, por qué se fue de casa y optó por no hablarme más. Ahí fue cuando a los gritos me dijo que yo dejaba que Sebastián se saliera con sus caprichos”, dirá Adela agregando que solo estaba ayudando a su hijo como cualquier madre lo hubiese hecho en su lugar.

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En la última consulta médica, Patricia escuchó algo que intuía pero del cual hacía caso omiso. La doctora, compadeciéndose de ella, le dijo sin rodeos que su padre se estaba dejando morir y que, antes de operarlo de la aorta, era mejor aceptarlo y dejar que el tiempo hiciera lo suyo. Una operación solo haría más rápido el proceso. Y sí, puede ser muy angustiante ver como una persona opta por no comer, por aguantarse las ganas de ir al baño, por decir “no me duele” cuando por dentro su cuerpo pide a gritos un respiro. Sí, es angustiante, pero nada pueden hacer sus hijas contra eso.

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Adela nunca dejó de ayudar a su hijo: se comunica con sus otros familiares para saber sobre él y le manda por ese medio algo de dinero cada vez que puede. También Patricia le cocina con la plata de su hermana porque si el joven se enterara de la verdad, no comería ni un gramo. De todas formas, Alberto dejó de comer, de salir, de reír, de comunicarse, de expresarse.

Adela dice que, como lo hizo Sebastián hace un tiempo, Alberto se está dejando morir.

Alberto y Dionisio se están entregando a la muerte, en el mismo hogar que ya no es hogar.


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