Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Ariana Cubillos

El club de los amigos de los loros

Me levanto, es temprano todavía, prendo enseguida la computadora y al rato oigo su zumbido reconfortante. Me aseguro de que haya conexión… nunca se sabe en este país, donde el imprevisto es la regla y la normalidad una feliz anomalía. Abro el correo, reviso las noticias de aquí y de allá, de mis mundos paralelos, en este eterno peregrinar entre palabras y teclas. Son gestos mecánicos del diario despertar, de esta rutina fija que ya ofrece muy pocas sorpresas.

Me paseo por el Corriere della Sera y compruebo que todavía no me acostumbro a su nuevo formato. Como siempre, apuro la pantalla hasta el final tragándome de prisa letras e imágenes, para después regresar, con calma, a los titulares que me han llamado la atención. Increiblemente, hoy encuentro dos articulos sobre Venezuela! Y al leer Caracas en la prensa extranjera, mi corazón da un vuelco, se sobresalta y acelera sus latidos, como cuando en medio de una multitud anónima y uniforme reconocemos, de pronto, el rostro de la persona amada, y corremos a su encuentro.

La primera noticia – ¡ay Dios! – tiene que ver con una muerte masiva y horrenda en una cárcel del país. Un grupo de presos, en protesta por el trato durísimo y las condiciones inaguantables de lo que no se puede ya llamar “vida”, se han procurado voluntariamente una intoxicación mortal tomando una cantidad imprecisada de medicamentos de toda clase, mezclados con alcohol puro, sacándolos a escondida de la enfermería, según refieren las autoridades… Hay más de 35 muertos… Leo de prisa, me invaden la angustia y el horror acostumbrados, que siempre me embisten frente a desgracias de esta magnitud, frente a las imágenes desgarradoras de madres, hermanas y esposas en lágrimas y a la indiferencia, a la inercia mortal de quienes contabilizan los cadáveres con la misma, acostumbrada naturalidad con la que una ama de casa tacha su lista del mercado semanal. ¿Cuánto vale la vida en nuestro país? me pregunto. ¿Es un traje de lujo o un accesorio desechable? Trago grueso y voy a la otra noticia. El panorama cambia, gracias a Dios.

Es un magnífico servicio fotográfico acerca de los loros de Caracas, esos loros espectaculares y variopintos que viven en la ciudad, a pesar del cemento y de la contaminación, perfectamente adaptados e integrados en esta locura desbocada de más de seis millones de habitantes. Las fotos son estupendas y por esa rendija de luz y hermosura se cuela, tenaz, mi esperanza de una ciudad, de un país todavía posibles, a pesar de sus crueles contrastes… Disfruto sinceramente de las fotos y de las pequeñas historias que las acompañan. No sabía que se hubiese creado hasta un “Club de amigos de los loros” y aplaudo esa iniciativa noble, ese deseo de quererlos proteger y cuidar como mascotas valiosas que son! ¡Al fin salimos en el periódico por algo positivo!

Es asombroso como se pueda descubrir, a menudo, una especie de misteriosa conexión, un hilo subterráneo, algo como una sintonía mágica entre la realidad que nos rodea y nuestras personales reflexiones! En estos días, observando los arrendajos que visitan mi balcón (yo también les ofrezco agua y migas de pan, como la chica del artículo…), viendo los árboles de mangos que abundan por las calles de la zona donde vivo, oyendo los grillos enloquecidos al atardecer, antes de las lluvias, pensaba – justamente – que Caracas conserva todavía unos encantos insospechables y que tanto petróleo, tanta autopista, tantas motos y tanto malandro no han logrado opacar esa atmósfera algo campestre y aldeana, tan propia de la “ciudad de los techos rojos” que la hace un poco más humana y vivible, a pesar de las desalentadoras dificultades diarias.

Nosotros también, aquí, cerca de casa, tenemos nuestra linda familia de guacamayas. Recuerdo que los conocí al mudarme, hace como unos doce años atrás. Justo al frente de nuestro edificio había un terreno desocupado utilizado como estacionamiento por una conocida agencia de festejos, famosa por sus fiestas y celebraciones y por los bonches nocturnos más concurridos de Caracas (claro, hace tiempo, cuando éramos felices y no lo sabíamos…). En ese terreno descansaba el viejo tronco de un enorme chaguaramo solitario, consumido por el tiempo y el tedio, con un inmenso hueco frontal. Ese tronco, corroido y decrépito, era el nido acogedor de nuestra familia de guacamayas caraqueñas. Cuatro en total; los padres y dos hijos. Plumaje azul brillante y barrigas escandalosamente amarillas. Me quedaba horas y horas observándolos desde la ventana de la sala entrar y salir de esa cueva secreta; afanarse en miles de osadas acrobacias en su ir y venir apresurado y, después, salir puntualmente en grupo hacia las cinco de la tarde, para dar una vuelta ordenada por toda la urbanización, los padres adelante y los hijos atrás, para la felicidad de vecinos y peatones, que miraban hacia arriba encantados, contemplando ese inesperado regalo.

Un día amanecimos con el ruido ensordecedor de una sierra eléctrica y un alboroto delirante. Estaban tumbando el árbol – nos explicó el vigilante – porque el terreno había sido vendido y allí iban a montar una venta de carros usados. ¡Nunca olvidaré el bullicio espantoso de los loros! Su angustia mayúscula y contagiosa al ver su nido violado, la desesperación de perder, en instantes, su refugio, su casa! Sus chillidos tenían desgarradores matices humanos y su vuelo, atropellado e incesante alrededor del tronco a punto de caer, nos partió el alma a todos.

Entonces, mi vecino el arquitecto, el que se mudó a Nueva York – como muchos, en este éxodo incesante de los últimos años – tuvo la idea brillante de construirles una casa nueva. Consiguió unas viejas maderas y con su creatividad y sus habilidades manuales, armó una estructura lo más parecida al viejo chaguaramo y la fijó a unas antenas de la azotea del edificio del frente. Los loros tardaron algo en acostumbrarse, un poco desconfiados y circunspectos al principio, y creo que nunca aceptaron del todo su nuevo hogar, pero al fin resolvieron quedarse en la zona y siguen aquí, acompañándonos con su presencia ruidosa y sus colores fantásticos.

Así es Caracas, variada y ecléctica cómo una página de periódico, donde hay cabida para todo y, al lado de noticias escalofriantes, también hay espacio suficiente para reseñar gestos generosos y maravillas de nuestra naturaleza.

Hey you,
¿nos brindas un café?