En un callejón del barrio Kennedy en Bogotá, jugábamos (mis primos, mis hermanos y yo) a los superhéroes de la Liga de la Justicia. Ricardo, José, Toño, Claudia y Milena se disputaban los papeles de Superman, Batman, el Hombre Araña, Flash y la Mujer Maravilla. Mi hermano Jhon y yo discutíamos porque ambos queríamos ser El Chapulín Colorado. El Chapulín Colorado no está en la Liga de la Justicia –argumentó mi primo José. No importa –respondió Jhon-, él tiene un poder que ningún otro superhéroe posee. ¿Cuál? –Debió decir la pequeña Claudia que siempre terciaba en estos debates. El grupo guardó silencio y esperó la respuesta. Viaja en el tiempo –dijo Jhon pretendiendo tener un Chipote Chillón entre las manos. Sin duda, ese día mi hermano menor nos reveló la capacidad que el héroe tenía para desplazarse entre espacios y épocas con total naturalidad. La verdad, a mí lo que me gusta es la Chicharra Paralizadora –agregué yo mientras hacía sonar la corneta que había logrado quitarle a la bicicleta de mi padre. El juego continuó y por algunos momentos vimos a Milena y Claudia volar a bordo del avión invisible de la Mujer Maravilla.
Años después inicié mis estudios de literatura en la Universidad Nacional de Colombia. Llegué allí después de un corto periplo estudiando Ingeniería Electrónica. El poeta William Beltrán –mi gran amigo- me convenció de entregarme de lleno a mi vocación de escritor. Él hizo las averiguaciones personalmente y me acompañó en el proceso. Mientras William adelantaba estudios de artes plásticas, yo me dediqué a buscar una formación literaria que me permitiera alcanzar mi sueño de ser poeta. En mi búsqueda de modelos y de aceptación, terminé por dedicarme al estudio de la poesía medieval y de la prosa barroca de Hispanoamérica. La precaria educación de mis padres y mi deseo de integrarme a un mundo literario elitista y europeizante terminaron por distanciarme de mi origen. Miré hacia Europa como dijo el poeta yo había asumido como figura paternal y modelo literario. Escribí un estudio sobre “El ángel y el bufón en la poesía de Jaime García Maffla”. Eventualmente viajé a Europa con una beca del gobierno español y creí que había logrado mi meta.
Ya radicado en Nueva York, por avatares de la vida, continué mis estudios de literatura con una maestría en The City College of CUNY. Allí tuve la fortuna de encontrarme con profesores distinguidos como Isaías Lerner y Raquel Chang-Rodríguez que se convirtieron en mis modelos intelectuales y profesionales. Junto a ellos consolidé mis estudios del canon literario de nuestra lengua. Mi trabajo de grado es una lectura transversal e histórica de la poesía de William Ospina. Gracias al respaldo de mis mentores, llegué a la Universidad de Stony Brook para adelantar mi doctorado. Fue allí donde después de tomar clases con Malcolm K. Read descubrí la obra de Juan Carlos Rodríguez y el materialismo histórico de corte althusseriano que le permitió escribir Teoría e historia de la producción ideológica y su famoso estudio de la novela picaresca: La literatura del pobre. En mis discusiones con Malcolm K. Read argumenté un día que la novela picaresca no es la literatura del pobre sino una literatura sobre el pobre. No es el discurso del proto-sujeto burgués –le dije- sino un meta relato de su emergencia. Todavía hace falta –agregué- un estudio de la literatura del pobre, por el pobre y para el pobre. Read me retó entonces a encontrar ese objeto de estudio y a realizarlo. No era fácil pues se trataba de reconciliar la cultura popular de nuestra época con toda mi formación literaria. Tiempo después, en una clase sobre cine y literatura que tomé con Kathleen Vernon, até cabos y propuse una lectura del canon literario de la Edad Media y del Siglo de Oro en la cultura audiovisual del siglo veinte. Mis compañeros de clase no tardaron en burlarse de mi “idea” y me hicieron un par de bromas. El rechazo inicial de mis colegas me convenció de que había encontrado algo verdaderamente nuevo. De forma paralela, había vivido el proceso de convertirme en padre y la experiencia me hizo reflexionar sobre mi relación con mis orígenes. Imaginé a mi hijo alejándose de mí de la misma manera en que yo me había alejado de mi infancia y de la cultura de mi familia, de mi padre. Quise por un momento convertirme en El Chapulín Colorado y viajar en el tiempo para abrazar a mi familia y disculparme por mis ínfulas, por mi estulticia, por mi elitismo intelectual. En ese momento de inflexión intelectual El Chapulín Colorado vino a rescatarme. Se convirtió en ese objeto de estudio que me permitió cerrar el círculo y retornar a mis orígenes sin renunciar a mi formación académica. Me permitió leer la literatura de la Edad Media, el Siglo de Oro y el periodo colonial a través de la causalidad estructural de nuestra época. Mi libro ¡No contaban con mi astucia! México: parodia, nación y sujeto en la serie de El Chapulín Colorado, publicado en octubre por la Universidad Autónoma de Nuevo León, es el resultado de ese periplo intelectual en búsqueda de la identidad latinoamericana que es, a su vez, la mía propia.