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esteban ierardo
Photo by: Richard P J Lambert ©

El caballo

Las estrellas brillan. El frío cala en los hombres, en los animales. Las fogatas, los soldados, los caballos, el campamento. Algunos lustran sus sables; otros, cargan armas, otros acomodan balas de cañón. Evan acaricia a Donel, su caballo. Más se entiende con él que con los de su especie. Juntos, ya cabalgaron, varias veces, entre cañones y cadáveres.

En otro campamento, en el lado opuesto del que será el campo de batalla, Henry da alfalfa a Ivo, su caballo. Está en su regimiento de caballería, de jinetes con penachos azules y rojos. Henry no atiende a los que hablan a viva voz como si quisieran olvidar lo que se aproxima. Henry prefiere callar. Conversa poco con sus compañeros, más se entiende con su caballo; más le gusta imaginar diálogos con su querido Ivo.

Con Ivo participaron de la invasión a Rusia. Henry nunca entendió cómo sobrevivieron a la batalla de Borodino, a la nieve y el hielo rusos, a los cosacos, al hambre y el frío. Volveremos juntos, Ivo, los dos, porque nada nos separará, le decía el francés, mientras cabalgaban entre cientos de soldados famélicos que, de a poco, caían congelados.

Henry le saca la montura a Ivo, y Evan le saca la montura a Donel. Ambos se acercan a los oídos de sus caballos. Y ambos les dicen a sus amigos de cuatro patas: mañana estaremos solos, como siempre; si caigo primero, vete y sé libre.

Ah, mi amigo, dice Henry, mañana tendré que matar. El deber dice que no puedo ser compasivo con ningún escocés, con ningún inglés, con ningún galés, con ningún irlandés. Eso dijo Henry, aunque una duda zumbaba como una mosca en sus oídos.

Ah, mi amigo, dice Evan, mañana tenemos que parar a esos demonios franceses, enemigos de las leyes, que matan a la nobleza, que decapitan a su rey; y ahora uno de ellos, el diablo astuto que los dirige, se hace llamar emperador. Y recuerda que si caes, te vengaré con un buen tiro en la cabeza a unos de nuestros enemigos con la bala de la pistola que llevo en la cintura. Eso dijo Evan, aunque una duda zumbaba como una mosca en sus oídos.

Y cuando ve la luna, Henry palmea el lomo de Ivo, se despide, descansa en una tienda. Recuerda primero a su mujer en Arlés, y su trabajo en los campos; la agricultura; y dos años en Londres como agente comercial de su propio padre para vender a los ingleses las cosechas. Por eso aprendió a hablar el inglés, casi como su propia lengua.

Y solo cuando Henry recuerda a su pequeña hija de tres años olvida la guerra; solo en esos momentos se permite pensar lo indebido; se permite pensar que quisiera que las matanzas y los ejércitos fueran solo una pesadilla; solo en esos momentos se reconoce que sería mejor cabalgar con Ivo por grandes praderas, cerca de ríos, entre soles y lluvias, cerca de los lobos que cantan en los bosques, lejos de los hombres que se matan sin tregua, lejos de la guerra maldita. Pero entonces recuerda los mandatos y la tristeza de los que nadie escapa; recuerda las balas de cañón que despedazan la primavera.

Y Evan ve una luz plateada en la noche. No vemos ya a la luna y las estrellas, mi gran amigo, estamos demasiado embarrados en la tierra. Evan recuerda que, en su alforja, tiene un ejemplar de Por quién doblan las campanas, de John Donne. En su tienda, empieza a leer, pero algo le impide concentrarse, porque sabe que, tal vez, sea la última lectura. En Escocia no era así, leía con fluidez a Donne, Milton, Shakespeare, Marlowe o Swift. Leía entre las altas tierras escocesas o, a veces, sobre fardos verdinegros, y disfrutaba luego de las sonrisas de su hija de tres años. Y desde las ventanas de su casa señorial veía acercarse a Megan, su hermosa esposa, en cuyos ojos azules se reflejaba el fuego de la chimenea del hogar.

Y el escocés sospecha entonces que a veces los enemigos, lo son, porque ocultan una misma culpa; una misma mancha que eclipsa, por igual, a los que se creen muy distintos. Evan pensaba y pensaba en Donel: sé que preferirías que cabalgáramos en las tierras altas de Escocia, y a veces también pienso…que…pero tengo que callar… Mañana tendremos que cabalgar hasta el infierno.

Y sobre el campamento francés la mañana vuelve. El cielo está nublado. Rápido, una lluvia ablanda la tierra. El emperador ordena que los cañones empiecen a tronar. Pero las balas al no rebotar en suelo firme, se atascan en el barro.

El regimiento de Henry está inquieto. Por un momento, recuerda el sueño de su última noche: con Ivo atravesaban unas colinas en busca de una tierra distinta, en la que pudieran dejar de escuchar un ruido que los enloquecía, hasta que un misterioso personaje de casaca roja le mostraba algo que el soñador amaba tanto como él. Entonces, el ruido desapareció.

Y Henry espera la orden de ataque. El francés revisa su lanza y su sable. Acuérdate de nuestro trato, si caigo, mi amigo, cabalga rápido hacia el campo abierto, ocúltate en los bosques, aléjate muy lejos de la locura.

Y sobre el campamento británico, la mañana vuelve. Evan se ubica con Donel entre el regimiento de caballería escocesa. Por un momento, recuerda el sueño de su última noche: en la costa del mar, bajo la luna, él llevaba de la rienda a Donel, atravesaban las páginas que se desprendían de un libro y que volaban por el aire. De repente, un hombre vestido de azul apareció, acarició a Donel, y luego todas las páginas volvieron a su lugar. Y junto con él desconocido leyeron ese libro, con una historia nueva, inesperada.

Evan sabe que la batalla será larga. En ella se decidirá el destino de Europa. Pero por un instante el escocés quisiera que todo terminara rápido, que todo terminara de una vez, para volver a su Escocia natal y sus paisajes, con su familia y sus lecturas. Pero eso no será posible, mi amigo. Mejor cabalguemos sin dudas. Tendré que matar con el sable, y con la pistola en mi cintura. Y si caigo, cabalga rápido y piérdete entre los bosques y campiñas, mantente alejado de la locura.

Reaparece el sol. Su luz aclara el cielo, el lodo se endurece. Henry y su caballo, Evan y su caballo, cabalgan en el comienzo de la batalla. Un soldado atraviesa con una bayoneta a un enemigo, a otro que, como él, tiene padres, y quizá hijos o hermanos. Todos matan con convicción, y fieles a un largo adoctrinamiento por el que la humanidad se divide entre los nuestros, los que merecen dignidad y buen destino, y los otros, los contaminados de maldad y desierto.

Atrapados en la demencia ajena, los caballos avanzan entre cientos de cañones, miles de soldados y jinetes, pistolas, rifles y sables.

Y un regimiento de infantería escocesa, por cuenta propia, se lanza al ataque. Sin órdenes previas también, la caballería escocesa los imita. Los enloquece el arrebato. Penetran en las líneas francesas, más allá de lo prudente. Cuando el furor se apacigua y comprenden el riesgo, retroceden, mientras los lanceros franceses cabalgan tras los rezagados. Henry atraviesa el humo, la niebla. Persigue a los retrasados; y entre ellos están Evan y su caballo. Una bala de cañón explota cerca. El escocés y su caballo se desploman. Al instante advierte que Donel tiene una herida que surca su lomo. El caballo agoniza, la sangre fluye a raudales de uno de sus costados.

Evan comprende que su amigo se va. Lo acaricia desesperado, intenta consolarlo: él solo tiene un golpe en una pierna, pero siente el dolor de Donel como propio. Y entre el humo aparece un jinete francés. Henry prepara su lanza. Evan reconoce la amenaza. Perdió su sable, por lo que prepara su pistola, apunta, pero algo lo detiene, lo sorprende. Henry no lo mira a él, mira a su caballo, a Donel, en su sufrimiento que se alarga.

El francés se acerca, desensilla, suelta su lanza, y se arrodilla junto al caballo que agoniza. El escocés está perplejo, confundido. Tu caballo está sufriendo mucho, le dice el francés en buen inglés. Debes darle el tiro de gracia cuanto antes, para que ya no sufra. Henry por primera vez mira fijo a Evan. Entiende, si quieres a tu caballo, para su sufrimiento. Si no puedes dispararle dame esa pistola y lo haré por ti. Evan sigue dudando, vacila. Pero Henry acaricia al caballo moribundo de Evan, como si fuera Ivo.

Y el escocés y el francés olvidan la batalla de Waterloo, que será el fin de Napoleón; olvidan sus uniformes. Pocos después, un tiro de pistola. Luego, una explosión mayor que arrasa con un caballo, con un par de hombres.

Mientras Ivo se aleja, más allá de la locura.


Photo by: Richard P J Lambert ©

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