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El beneficio de la culpa

¿Actores políticos o políticos actores? Reunidos en la Catedral Nacional de Washington para el funeral de George H. W. Bush, los cuatro ex presidentes aún vivos de EE.UU. departieron con quien los ha combatido, retado e insultado, el actual mandatario Donald Trump.

Sentados apretaditos, muy juntos, como niños de Primera Comunión, demostraron civilidad. Allí estaba Bill Clinton, quien en 1992 venció al difunto, cerrando 12 años de racha republicana tras la penosa Presidencia de Jimmy Carter, otro de los presentes y que además es mayor que el finado.

También allí estuvo Hillary, esposa de Bill, derrotada por Obama y Trump en 2008 y 2016. Y claro, George Bush Jr., sucesor de los Clinton tras un dramático conteo empujado por su hermano Jeb (entonces gobernador de Florida amigo de Trump y hoy rival acérrimo). ¿Se entendió? Complicado, pero cierto.

Obama, a quien algunos jóvenes llaman «el mejor presidente de la historia» estaba al lado «del peor». ¿Acaso es posible pasar de lo mejor a lo peor sin que el primero sea siquiera responsable del salto cuántico? Mientras, su esposa Michelle vende libros en actos a precios de concierto de Elton John.

El imprevisto funeral coincidió con una tradición de principios de diciembre: el comienzo de la temporada de premios a las mejores actuaciones del año en cine, música y televisión.

También al mismo tiempo, un muerto resucitaba: Nicolás Maduro abrazaba a López Obrador en México y regresaba a Caracas apenas por unas horas para recibir al presidente turco, Recep Erdogan, y partir a Moscú a llorarle a Vladímir Putin. Todo muy a lo «Súper Malos», citando «Las olimpiadas de la risa» de Hanna-Barbera.

Para sellar el círculo vicioso, Putin es justamente la sombra que ronda la elección presidencial de Trump sobre Hillary, y que ha generado una catarata de escándalos y acusaciones ya desde las primeras reacciones de Obama expulsando a diplomáticos rusos en diciembre de 2016.

Ya van dos años y nadie ha sido judicialmente castigado por la llamada «trama rusa», mucho menos sus protagonistas, supuestos enemigos mutuos. Mientras, los militares de Putin se burlan de Ucrania y aterrizan en Venezuela.

La interferencia electoral y el conflicto de intereses han pasado a ser noticias efervescentes, de segunda página y sobre todo sin consecuencias, incluso en la capital del país que presume tener las instituciones, la economía y la democracia más sólidas del planeta.

En cambio, ese mismo país crucificó este año a la actriz Roseanne Barr por la torpeza de unos comentarios vía Twitter_ dejándola sin trabajo, vetada aparentemente de por vida.

¿No se supone que hay libertad de expresión y ello es base de la democracia? Hay inquisición para unos e impunidad para otros. Se tolera la violación a la soberanía y las leyes, pero no la imprudencia de una actriz deslenguada.

A este punto a la farándula y a los deportistas se les está exigiendo más que a los políticos, que sí son empleados públicos.

A veces los caminos se cruzan. Reagan y Trump fueron actores antes de lanzarse a la política. Y a Carter lo acaban de volver a nominar al Premio Grammy por «mejor álbum hablado».

Ese mismo trofeo ya él lo ganó (2007 y 2016), y también Obama (2008) y ambos Clinton (ella 1997, él 2005). Eso debería ser suficiente para juzgarlos con la misma trascendencia que a Lady Gaga, Madonna, Cher, Mel Gibson o Roseanne.

Nada sorprende, todo está al revés. De hecho, cuando buscamos «Amazon» en Google, primero aparece la empresa y mucho, mucho después, el pulmón más grande del mundo. Auxilio, socorro.

Adiós 2018.

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