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Israel Centeno

El arreo de los vientos (Fragmento)

Merlinda dio la última patada al resto de su batería y se dio unas dentelladas con el solista de la banda, el Enano se acercó a ella y me señaló, yo estaba recostada contra la santamaría de una venta de licores, ambos se gritaban cosas, solo yo los escuchaba. Hablaban en dendi y en portugués, en ambos idiomas. De pronto el Enano dijo en español:

—¡Vayamos a las casas de la Alta Florida! —Era una trampa, lo sabía, pero ¿adónde más podía ir? ¿Al Observatorio a mirar a los fastidiosos guevaristas levantar sus armas y sus manos en señales ambiguas más cercanas a las tropas de asalto nazi que a cualquier otra asamblea de revolucionarios, o a promover un linchamiento en una comuna en El Valle?

Un hombre viste con camiseta deportiva y pantalones bluyín, es alto y bien parecido, baja las escaleras del barrio Matanza; es de madrugada, atravieso una hendija de la realidad y me planto en la terraza del lugar, siento la necesidad, el vacío y el vértigo, es hambre, desde aquella noche de la invasión de las brujas del norte Congo, el hambre me atormenta de esta manera, podría ser, lo puedo convertir en un merodeador, en una amenaza, algo me repugna, son sus zapatos blancos, el olor de sus pies, las escoriaciones de las piernas, es un hombre enfermo, tiene hongos en su alma y merodea a las niñas del barrio, necesito pensar. Merlinda y el Enano me han tendido una trampa, otra más, ellos me quieren en una reunión de rezagados en la Alta Florida, necesito pensar, sobre estos techos de zinc, soy una gata merodeadora y miro con mis ojos verdes al forajido mórbido, entro con sigilo a las moradas pobres, a los hogares achicados por los tabiques de latón, miro al padre molestando a la hija y me convierto en el celaje felino, lo arrodillo y el dolor de mis garras lo humilla, le tiraniza el pecho y su sangre comienza a derramarse en mi boca, lamo y lo dejo tan lívido como la figura de San Judas, pendiente y solitaria en el modesto e improvisado estante de la covacha, salto a las vigas y salgo más calmada; el merodeador da vueltas, sale de una calleja y baja una rampa, luego cruza por las escaleras listo para lanzarse sobre una joven mujer, una mujer a la hora de su regreso, una mujer cansada y esta mujer regresa y es joven, está cansada y el hombre es sorprendido en su asalto por mi maullido, el maullido sumado al maullido de todas las gatas de la zona y desde cualquier parte comienzan a salir mujeres con varillas, palos de escoba, tubos y tablas, lo rodean y vienen hombres con cadenas y sus puños limpios, algunos discretos abusadores de sus pequeñas; no preguntan, no se detienen, se arrojan sobre él y lo suspenden en su último movimiento y de la nada, la hojarasca de la turba, el hastío de la madrugada, el barullo solo dura un instante, sonrío, los demás gatos se limpian con sus lenguas, las ratas se lanzan de cabeza sobre la basura o sobre sus escondrijos y muestran sus dientes afilados, sonríen y el merodeador está en carne viva, da alaridos de dolor y su cuerpo está cubierto de magulladuras, las hormigas bajan entre las grietas de las escalinatas y suben por sus piernas enfermas, está vivo y atado, le anudan un lazo a una de las piernas y tiran de él por las escaleras hacia abajo, hacia una calle donde lo espera más gente con armas improvisadas e improperios sibilantes, es nadie, es el violador, gritan, es el zángano y lo arrastran a la avenida y lo bautizan en gasolina, le prenden llamas y dan claridad a la noche, se elevan en la baja madrugada y en segundos ese hombre es una tea y luego un cacharro, una mueca chamuscada, está desnudo y sus zapatos negros son carbones, doy un salto hacia Las Mayas y voy sobre un disparo, una bala, un hombre vestido de blanco, el aleyo se convierte en huésped del disparo, de la bala, de la muerte que lo siega. Justo antes pude elevarme, había tomado una decisión, con la sangre del padre humillado y lívido, a los pies de la cama de su hija dormida y mi hambre atenuada, con la ira de la turba y los disparos de la noche, me devolvía la capacidad de alzarme sobre la punta de una aguja, como la Fata Morgana y ser un castillo en medio de la desgracia o la reina en una fiesta de jóvenes tontos, góticos, de pobres mortales nulos, malditos de reparto, o algo así.

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