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“El apóstata”. El anticlericalismo como evasión (I)

El síndrome del eterno adolescente, confundido y amparado por un compacto círculo familiar que le da pie a airear sus malestares y satisfacer impunemente sus deseos, tiene en El apóstata (2015) una idónea vía de escape. Esta coproducción entre Uruguay y España dirigida por el uruguayo Federico Veiroj, se desarrolla en un Madrid igualmente indefinido, temporal y culturalmente, donde los niños ponen discos de larga duración y los teléfonos móviles brillan por su ausencia, si bien los códigos sociales nos remiten a un presente ciertamente desesperanzador para las generaciones del nuevo milenio.

Gonzalo, un treintañero en paro como muchos de sus compañeros de quinta, da clases al hijo de la vecina, hace recados para el padre, estudia filosofía aunque nunca acaba de aprobar todas las materias, vive solo en un apartamento que probablemente costean los padres y se acuesta, sin comprometerse demasiado, con una prima y otras mujeres que van apareciendo por su plácida existencia. La única causa de estrés: su empeño en apostatar para quedar borrado de los registros de la Iglesia católica.

Enfrentar a un joven poco energético y ambicioso con la maquinaria burocrática eclesiástica se constituye en el leitmotiv de un argumento tan confuso como la acción fílmica, donde también todo cae y todo cabe sin jerarquización ni concierto alguno, resultando en una comedia de ambigüedades y desórdenes que espejea el apartamento-cueva del protagonista en el cual nada parece encontrar su lugar. Si bien su comportamiento errático y flemudo atrae a prospectivas amantes deseosas de volcar en él su espíritu maternal y protector, como remedo de una madre siempre servicial y comprensiva, pero dispuesta a trazar la línea de tolerancia en la terquedad del hijo por apostatar.

“Estás poniendo en entredicho el buen nombre de la familia (…). Nos mientes y nos dejas en evidencia por un capricho. A nosotros que te lo hemos tolerado todo”, le recrimina ella, tensando los límites de lo que se puede y no se puede tolerar dentro de la esfera doméstica con respecto a la religión, según los cánones de comportamiento tácitamente establecidos por la dinámica familiar en cuestión. Y si lo que se tolera depende de lo sustancial del tema puesto en tela de juicio, la fricción entre madre e hijo surgirá, justamente, del lugar ocupado por la religión en el imaginario de cada uno.

Así, la escena del diálogo entre ambos abordará el grado de importancia del tema atendiendo a sus particulares inquietudes. La percepción del joven lo colocará en un sitial prioritario, llevándole a retar a la Institución hasta el punto de querer borrar todo rastro suyo dentro de la misma. En tanto que para la madre, proveniente de una dinámica tradicional y cautelosa donde la Iglesia debe estar ahí con sus ritos, ceremonias y festividades, tendrá más bien un valor simbólico y de estatus social para el clan. De hecho, esta escena ocurrirá después de la del almuerzo familiar donde se le celebró el santo al abuelo con todos los miembros presentes, incluyendo a la prima con quien Gonzalo se verá íntimamente a la hora de la siesta.

La imposibilidad de cerrar este capítulo, proveniente del imaginario de infancia, constituye otra muestra de inmadurez del protagonista, quien busca prolongar el síndrome de Peter Pan a fin de no cortar los lazos con lo habitual y conocido. En tal sentido, en tanto transcurre la celebración onomástica, él recorre las habitaciones con un sobrino en brazos mostrándole donde dormía de niño, los juguetes que tenía; los armarios continentes de una memoria de la cual no puede despegarse y que lo persigue con la insistencia del chirrido de la puerta del cuarto, que aceita recordando la manera como lo hacía en el pasado.

Al instalarse atemporalmente en las ensoñaciones de infancia, el protagonista vuelve a experimentar aquello que es reconfortante y seguro, brindándole ello la posibilidad de recomenzar continuamente, regenerarse desde cero para hacer de su vida una página siempre en blanco. De ahí que la insistencia en desvanecer su pasado del registro eclesiástico tenga también la función de tachar las inconsistencias, frustraciones e inadecuaciones propias de ser, amarrándolo a una existencia de la cual quiere escapar continuamente.

“Los datos que guardan no son sino el registro de la violación de mi libertad”, sostendrá acusadoramente ante el tribunal eclesiástico que revisa su caso, intentando justificar ese estar en línea de fuga permanente que, por otro lado, es parte del charme desplegado para atraer a las féminas, y cuya inconsciencia lo hace aún más atractivo a sus ojos. Incluso la prima, quien se halla en una relación problemática, le sigue el juego para huir, aunque solo temporalmente, de las dificultades propias de la convivencia en pareja; si bien, como la madre, no dejará de recriminarle por una inmadurez en la cual apostatar es otra excusa a fin de seguirse postergando. “Acaba la uni, acaba algo y deja esa tontería”, insistirá, buscando sacudirlo; aunque esas recriminaciones se transformarán en un espejo donde verá reflejadas sus propias inconsistencias.

“¿Sabes qué es una tontería? Acabar de comprar un piso que no puedas pagar y tengas que chantajear a cualquier Carlos para comer mientras lo pagas (…). Y al final, vas a ser de esas que quieren que las dejen preñadas, casarse de blanco y llevar a los niños al colegio de Boadilla”, le responderá vengativo Gonzalo, exponiendo el conformismo de las generaciones postfranquistas; producto de haber crecido en una sociedad más próspera y menos exigente económicamente con los hijos, aunque poco exitosa en la creación de oportunidades para quienes no reciban una herencia que les permita mantener el nivel de vida al cual están acostumbrados. Si bien la acumulación social de riqueza a la que, gracias a sus mayores, tienen acceso les convierte en un mercado de alto poder adquisitivo.

Este aburguesamiento prestado, del cual goza un alto porcentaje de los milenaristas españoles, trae muchas veces aparejado un comportamiento conservador donde el respeto a los ritos de la Iglesia ocupa un sitial preponderante. Así, el matrimonio eclesiástico y la educación de la prole en colegios religiosos son prácticas ampliamente extendidas que fortalecen a la Institución, permitiéndole presionar negativamente sobre temas tan controversiales como el aborto y la orientación sexual.

Los obstáculos emocionales y burocráticos con los cuales el protagonista se ve obligado a lidiar, resultan ser también una consecuencia de tal dinámica y son abordados con gusto, espejeando la parodia del clero en producciones como La ricotta (1963) de Pier Paolo Pasolini y Roma (1972) de Federico Fellini. El hecho de que en la primera escena, donde Gonzalo va a la parroquia a pedir su certificado de nacimiento para iniciar el proceso, el papel del padre Quirós esté protagonizado por un cineasta tan iconoclasta como Jaime Chávarri, asienta el cáustico tono de la película realzado por el plano medio de una ventana a través de la cual se observa a un cura flagelándose.

El juego entre lo real e hiperreal contribuye a realzar la inflexión satírica de la diégesis, además de remover los particulares fantasmas del espectador y posicionarlo ante las contradicciones de la Iglesia con respecto a lo que predica. “¿Por qué si Dios les ha mandado a ustedes ser pobres hayan terminado haciéndose ricos?”, le pregunta el joven al obispo Jorge. “Nosotros tenemos lo que nos han dado, hijo”, responde este sin asomo de duda, justificando los bienes de la Institución como parte de las prerrogativas que históricamente se ha arrogado y quienes detentan el poder han refrendado. “Amarás a los nobles protectores de las industrias y ejemplo de buenas costumbres. Amarás a los reyes, imágenes de Dios en la tierra que administran la justicia”, proseguirá, recalcando la importancia de arrimarse al árbol que más sombra da, independientemente de su ideología y de lo injusto de sus dictados; pues estar del lado de quienes detentan el capital y controlan la ejecución de la leyes es garantía de triunfo y seguridad para un organismo que ha sido blanco de persecuciones a lo largo de su milenaria existencia.

El escepticismo del protagonista ante dichas aseveraciones se crecerá, reafirmándolo en su resolución de apostatar, aun cuando no activarán ningún mecanismo de ataque ni lo harán más vital ni desencadenarán algún proceso de reflexión; solo el deseo de satisfacer sus apetitos sexuales y gastronómicos, pero sin salir del círculo de dependencia familiar, pues se acostará seguidamente con la prima y luego irá a comer a casa de los padres.

Solo desde lo literario logrará articular algún tipo de reacción contra el opresor y mostrar su inconformismo, en la escena donde le lee un fragmento de El audaz al hijo de la vecina. La novela de Benito Pérez Galdós, acerca del enfrentamiento de un joven plebeyo con la sociedad de su tiempo dominada por la aristocracia y el clero, tendrá tangencialmente eco en el conflicto de Gonzalo. Este, sin embargo, adolecerá del arrojo de Martín Muriel para llevar a la práctica lo que preconiza. “Comprendo lo que puede ser la pasión de innumerables seres vejados y maltratados por una tiranía de siglos”, citará de la novela, haciendo ás evidente su impotencia para empuñar las armas, aún las del intelecto, y redimirse consecuentemente ante los ojos de quienes constituyen su entorno, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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