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miguel bacho

El abrazo

El abrazo significa muchas cosas: la libertad de un pueblo (como San Martín y O’Higgins), la buena ventura, el amor o el espanto. Sin duda, el más elocuente en mi memoria es el que nunca di.

Los pocos recuerdos buenos de mi niñez pasan casi todos por un solo lugar: el Centro Abierto. Una suerte de guardería donde niños, niñas y hasta jóvenes pasaban una mañana, la tarde o el día entero entre salones y patios donde se jugaba y aprendía sobre el mundo, bailes típicos y se discutían problemas tan personales como transversales, diría que hasta fundamentales al momento de trabajar lo que tantos tenían como tarea pendiente o más bien como responsabilidad adquirida: la convivencia. Eran tantas las calamidades que rondaban a cada uno de los que allí estaban, que era mejor jugar hasta la rabia y competir con lo que fuera para ganarle a algo: baile, dibujo, teatro o una simple partida de cartas, siempre bajo arbitrio de las Tías, nuestras amorosas cuidadoras.

Pero lo mejor eran los días jueves, según recuerdo. Con la Tía Jessica salíamos a dar una vuelta por la ciudad a visitar los rincones del puerto y respirar su frescura. El mar era el destino preferido, más por la concentración de parques que por la lección que nos podían dar y que, eventualmente, vendría. Cada visita tenía un propósito que casi nunca cumplíamos, acaso porque las tías también purgaban sus corazones de tanto mirar las olas, de tanto vernos revelando un universo completo en el festival de piedras que les tirábamos a los cangrejos o mientras cazábamos lagartijas en los peñascos, cuando saltábamos de juego en juego como desafiando a la muerte y en verdad desafiando a la vida, o corriendo de bote en bote, como la vez que fuimos al muelle de pasajeros y vimos todas las embarcaciones ancladas, una al lado de la otra, como una suma de ataúdes desde los que hablaba el bullicio ausente. Tanto teníamos para ver en el mar, tanto para oír, tanta la voracidad del alma, que nos sentábamos, en algún momento, a sólo mirar, callados o más bien silenciados por esa profundidad que parecía una tumba. Era un respiro, un momento en que las tías oteaban -recuerdo haberlas visto de reojo un par de veces- con la alegría de hacer lo correcto y comprobar que los programas (por arquetípicos, por asépticos, por perfectísimos y herméticos) no siempre tienen la razón. Era la verdadera alegría, la total alegría, general alegría, vasta como el mar y poderoso, poderosísimo tesoro acunado al unísono en cada corazón. Era una restauración que, por precaria que fuera, era espontánea y desdibujaba la periferia que todos arrastrábamos como la cruz del inocente.

La Tía Jessica. Tal vez su nombre no se escriba así, mas la recuerdo con amor y culpa, con el polvo del recuerdo en torno y la pesada añoranza de haber hecho lo contrario. Trabajaba en un supermercado como asistente de sala. El cargo real era otro, pero este suena mejor para el heroísmo conque algunos hacíamos la tarea en ese lugar donde la ensoñación profeta se desgrana en cuotas precio contado y donde reyes y mendigos desfilan ante la proyección de sus deseos, con la mala gana de una maquinaria que golpea indetenible. Atendía a un cliente indio que siempre me esperaba porque era el único de los empleados que balbuceaba inglés y él, ocupado en sus negocios y seguro -segurísimo- en su círculo empresarial-familiar-cultual (mi ciudad es un crisol de culturas en perfecta, sincronizada repelencia) no se preocupaba de aprender el idioma, entretenido, al mismo tiempo, del esfuerzo caricaturesco de hablar en otro idioma que algunos ofrecíamos como servicio que a nadie del segundo piso le importaba.

Y me agarró, me llevó por todos los pasillos, derivé la radio comunicadora en uno de los jefes mientras agarraba frutas, verduras, mariscos, opiniones sobre el clima y los diarios, fiambres varios y las muchas gracias por la paciencia, apretón de manos en el mismo lugar donde empecé y la cara de mis compañeros (malos ojos que no ocultaban la sorpresa y la envidia) atravesándome la espalda mientras una señora me tocaba el hombro y me saludaba con el amor que, recordaba, nos despedían después de la leche, al volver del paseo inventado al museo o el teatro, que era siempre el mar y el parque, siempre la risa y el breve silencio, el largo suspiro y el retorno a casa en penitente silencio. La Tía Yeka, como le decíamos, llevaba una niña de la mano, igual a ella, y mientras me saludaba intentaba aquietar sus manos, vibrantes por el abrazo que no le ofrecía, sorprendido de no haberla visto en años en una ciudad tantas veces caminada, tantas horas vivida. Me pide lo más ridículo que se le pudo ocurrir (un candado para cerrar una puertita en su casa donde estaba la toma de agua para regar las plantas) y, después de que le diera el no correspondiente, nos miramos un par de segundos.

No sé qué vergüenzas, que escapes fui fraguando en la mirada, qué angustias, pero pude ver cómo ella contestaba con la suya que la vida había sido buena con todos, que los dones que reparte ya estaban a la vuelta de la esquina, junto con lo que tenga que venir y a lo que debemos arrimarnos, y cortó el hilo como diciendo adiós para siempre, suspirando con timidez.

Antes de irse, y sin decir mi nombre (que para ella eran todos los nombres que pasaron por sus manos) me dice: “Chao. Cuídese”, y se va como agarrada de la niña, como si la niña la llevara tanteando el aire, que para ella era el mismo mar donde mi amor fue fecundo y terrible, con los años.

Por eso, con la edad, los párrafos y vómitos y noches y desventuras de por medio, con todo el aparato de la palabra y mi desvergüenza, ocupo estas líneas para abrazarla como seguro la siguen abrazando los niños tristes de mi ciudad, también de cara al mar.


Photo Credits: andrea floris

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