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Educar para transformar

En el confinamiento de la pandemia decíamos que el mundo sería diferente, pero de momento parece todo más de lo mismo. Vivimos en un ambiente político y social polarizado, en el que las autoridades están cada vez más desacreditadas y los medios de comunicación, en especial las redes sociales con sus fake news y su desinformación desvirtúan la realidad y la acomodan a ideologías específicas. Ya nadie se cree a nadie, ya nadie respeta a nadie, y el debate público es una confrontación continua y cansina sin ningún tipo de armisticio a la vista. ¿Cómo podríamos defendernos de este desasosiego manipulativo y controlador en la esfera pública? Combatiendo la ignorancia y para ello un eje vertebrador básico es la educación, el tema del que se ha hablado tan poco en estos días de confinamiento pandémico. Sí de su forma (si funcionan o no las clases digitales), pero no de su contenido y metodologías

La dislocación social que trajo la crisis del 2008 y que ha multiplicado la pandemia del coronavirus ha llevado a un grado de escepticismo no sólo sobre los poderes públicos, sino también sobre la ciencia, la metodología y la tecnología. En medio de la competición internacional en la búsqueda de una vacuna y los entresijos geopolíticos que acompañan, en septiembre se abrirán las escuelas, colegios y universidades presenciales, después del experimento online obligatorio. Y todo parece que continuará igual. Ninguna novedad pedagógica, ni discusiones sobre métodos de aprendizaje para hacer de la educación una herramienta ventajosa para el desarrollo humano. Tal vez habrá más higienes, más espacio y distancia entre alumnos. Nada más.

Nadie niega que la tecnología puede ser un complemento educativo, ni tampoco nadie rechaza que en el futuro pueda ser la nueva realidad, pero al día de hoy, con el profesorado sin resetear, con material educativo caduco y niños hipertecnoactivos no parece suponer un beneficio en la necesidad de aprender a pensar y a desarrollarse.

El principal escollo de la educación que impide avanzar es la creación de un sistema y un currículum escolar que no se base solo en la transmisión de conocimientos, sino en otros aspectos más implicados en la actualidad. Se trata de requerimientos de un mundo global, pese a que el itinerario de la desglobalización avance a marchas forzadas. La historia del mundo es la historia de cada país. Anotar aquí que, según los expertos, el parón de la globalización puede provocar una hecatombe mayor de lo que preconizan sus críticos. En estas condiciones, el futuro de los niños y los adolescentes no parece muy alentador, pues debe reorientarse a las posibilidades del futuro.

Sí, la tecnología mitigó el golpe del virus, ya que se siguió vendiendo en Amazon, el teletrabajo se instauró ya para quedarse, las conferencias por Zoom son habituales, al igual que las sesiones académicas virtuales por Teams. Pero la escuela no sólo es la transmisión de saberes, sino que es un espacio para el intercambio, la socialización, la cooperación, el aprendizaje emocional. Y esto no resulta eficaz con una pantalla como intermediaria. Las habilidades emocionales ayudan a navegar en el camino de la formación de los niños y adolescentes, especialmente porque el ser humano (confinado o no) es un ser social y desprenderle esta sociabilidad es despojarlo de lo que le separa de otras especies del reino animal.

No se trata de hacer una clasificación taxonómica con eneagramas para descubrir la personalidad y medir su coeficiente en inteligencias múltiples. Una vez más etiquetar, clasificar es un vestigio eugenista, que está cada vez más en boga. Simplificar el niño a un test o a un porcentaje resulta humillante. Tampoco a ayudarlo a aprender a «ser feliz», despojado de todo los obstáculos que seguramente encuentra a su alrededor y a superar frustraciones, pues parece que esta tendencia a la felicidad continuada solo lideran a las dependencias de todo tipo.

La escuela debería poder ser el lugar en el cual el niño aprenda a aprender, a sentir curiosidad, a sentir pasión por el conocimiento, a ser independiente, a conocer sus habilidades, a conocerse a sí mismo, a despertar su espíritu crítico y desarrollar su creatividad, a practicar lo aprendido, a relacionar dinámicas formativas con potencialidades laborales, a moverse libremente en el marco de la colectividad siempre con el respeto a los demás como límite, a emprender e idear iniciativas….

En este mundo más empresarial y competitivo, que se pronostica que será al servicio del bien común (así lo esperamos, crucemos los dedos), el futuro depende de los niños y adolescentes de hoy, de cómo han sido enseñados y cómo han aprendido. Serán ellos los encargados de reconstruir y reponer el mundo actual.

Así pues, el papel del profesorado como acompañante de los alumnos en este recorrido es fundamental, por lo que su constante actualización y su continúa formación es esencial. Deberían ser ellos quienes, con sus métodos participativos y dinámicos, su papel activo y experimentador, con su componente reflexivo y práctico ayuden al aprendizaje no sólo de conocimientos, sino de competencias humanas, y a distintos ritmos si es necesario, según requieran los estudiantes.

También debe saber navegar por las aguas turbulentas de la tecnología, especialmente cuando es cada vez más feroz el debate público sobre Internet, que nació con la voluntad de ser una fuerza liberadora y fuente de información, pero se ha convertido en un escollo para la los derechos de privacidad y seguridad, y una herramienta de desinformación de gran calado.

Aún así, el poder de la tecnología es imparable, pero este catastrofismo tecnodistópico sólo se puede amortiguar combatiendo la ignorancia. Las investigaciones apuntan a que las personas con menos estudios son más propensas a la manipulación y el control en lo que ya se llama el «capitalismo de la vigilancia», con el rastreo tecnológico sin fronteras ya sea para supervisar o para comerciar. Incidir también aquí en los efectos negativos que suponen la exposición excesiva a la tecnología por parte de los niños y adolescentes.

Pero no todo es tecnología. El coronavirus ha puesto sobre la mesa el hecho que la industria todavía es clave en la economía. Y nos guste o no la economía rige el mundo. Los países con más industria son los que mejor han afrontado la crisis. China –la gran fábrica del mundo–, con su capitalismo autoritario, ha logrado erigirse en un jugador imprescindible para resolver los retos mundiales actuales y futuros.

Si se le concede su función orientadora hacia un camino laboral, la educación también debería tener en cuenta este factor. Más aún, cuando esta posible y costosa recuperación industrial (como se presagia, aunque solo se palpe lo contrario), se compagine con la preocupación por el cambio climático, que está fomentando el ecosistema emprendedor en actividades ecológicas y energías renovables.

En este estado de cosas, la educación debería ser también un pilar de la cooperación internacional que contribuya a esbozar un mundo multipolar favorable a todos. La educación es un derecho básico y merece un debate de calidad, tanto a nivel nacional como en organismos internacionales, que responda a interrogantes del tipo: ¿Son los maestros los más idóneos para enseñar? ¿Es la pedagogía útil para la educación? ¿Es la educación un vehículo para la liberación o es un sistema condicionante? ¿Se puede transformar la sociedad a través de la educación? Etcétera, etcétera.

Inclusión y flexibilidad son lo que demanda un nuevo sistema educativo, además de defender la democracia y las libertades. Qué más da de dónde vengas, qué sabes o qué tengas, todos los niños y jóvenes (independiente del género, raza, condición….) deberían tener las mismas oportunidades. Si los políticos no se centran en este tema tan crucial para la igualdad, tan sólo unos cuantos jóvenes podrá avanzar en este bosque tupido, mientras el resto vivirá frustrado, sumido en el individualismo, enrabiado, adicto, perdido en medio de los códigos binarios y los pop-up de las tiendas online.

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