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Ecumenópolis

Hoy por hoy, hablar de fronteras es casi un anacronismo. Para un estadounidense que chatea e incluso recurre al sexo virtual con una joven transexual tailandesa que vive a millas de distancia de Nueva York o Chicago, o vaya uno a saber que caserío olvidado en Utah o en Dakota del Norte, la frontera es solo vocería ruidosa de políticos y fanáticos (como los «patriotas» o «los ciudadanos defensores» que recorren una minúscula franja de la enorme frontera que separa al primerísimo mundo del subdesarrollo al sur del Rio Grande), ciertamente alienada por la xenofobia imperante, y que para él, seguramente un millenial, le resulta exótica, como pudo verse en las recientes elecciones del Mid Term (en las que una millenial socialdemócrata sin recursos económicos como Alexandria Ocasio-Cortez obtuvo un puesto en Capitol Hill por el distrito 14° distrito congresional de Nueva York y un hombre abiertamente gay, Jared Polis, resultó electo gobernador de Colorado).

La frontera es hoy, líquida (en los términos de Zygmunt Bauman), como también lo son las relaciones de esos jóvenes millenials, que más pronto que tarde asumirán cargos de dirección en el sector privado… y también en el ámbito político. Las fronteras van borrándose y por ello, debemos prepararnos para eso que en algún viejo libro sobre prospectiva («Futuro: imagen del mundo del mañana», Ulrich Schipke. Círculo de Lectores. 1975) llamaba – y con razón – Ecumenópolis.

El mundo en el que crecimos difiere de este en el que vivimos ahora. Como lo afirmara Alvin Toffler en su obra «El shock del futuro» (Plaza & Janés, 1970), en algún momento del siglo pasado ocurrió una ruptura con el pasado, y que por su profundidad y alcance, solo puede compararse con el paso de la barbarie a la civilización. Esta sociedad líquida a la que refiere Bauman es consecuencia del apogeo científico y tecnológico que en las últimas décadas nos ha ido acercando cada vez más a esa «singularidad tecnológica» de la que nos habla Raymond Kurzweil (esté o no en lo cierto este científico sobre la fecha de su ocurrencia). Una de las características más significativas de esta nueva «era» es la desaparición de las fronteras, y no solo las geográficas, sino también esas que aunque chocantes para algunos, trasgreden límites que creíamos insalvables. Hoy, la concursante al Miss Universo por España es una mujer transgénero, y Neil Herbisson es el primer «ciborg» reconocido legalmente.

En los ’70, el futuro (que nunca fue) prometía viajes interestelares y colonias lunares y marcianas, y mercancía made in space. En su lugar, tal vez como resultado de decisiones políticas que primaban al sector militar y, sin dudas, la ralentización de la carrera espacial tras el accidente del transbordador Challenger el 28 de enero de 1986, la tecnología se volcó sobre las telecomunicaciones. A fines del siglo pasado, el ingeniero informático británico Tim Berners-Lee desdibujó las fronteras gracias a su invento, la «World Wide Web» (la red informática mundial). Hoy por hoy, se puede estar en un lugar sin estar realmente ahí.

Desde el Mundial México ’70, el primer mundial de fútbol transmitido en vivo y en directo vía satélite, cosa que hoy nos resulta corriente, hasta la ventana que sobre el planeta tenemos todos en nuestros teléfonos celulares, el mundo ha dejado de ser aquel inmenso lugar para transformarse en esa «aldea global» que sugería Marshall McLuhan. Más allá del hecho inminente, la comunicación masiva entre los seres humanos y la existencia de una televisión global (que ya son fenómenos importantísimos por sí mismos), la tecnología ha logrado la «presencia virtual», que, sin dudas, rompe las estructuras que regían hasta recién.

Por una parte, la comunicación inmediata y particular a través de las diversas formas contemporáneas, como Twitter, Facebook o WhatsApp, así como la existencia de una televisión global (canales por suscripción como HBO, Fox o CNN, que son transmitidos vía satélite y retransmitidos por las cableras a las casas de los suscriptores), han servido para dibujar una idiosincrasia humana que trasciende a los rasgos particulares de cada cultura. Distinto de lo que por complejos heredados creen los detractores de la globalización (que de paso, es un consecuencia difícil de contener), esta no destruirá culturas. Por el contrario, sustenta una cultura humana con los rasgos valiosos de las diversas sociedades que habitan el planeta. A pesar del innegable poderío político, económico y militar estadounidense, la comida latina (y en particular, la mexicana) ha influenciado los hábitos y gustos de los estadounidenses. Esto, que es solo un minúsculo ejemplo, es perfectamente aplicable a creencias, hábitos, gustos… a la infinidad de atributos que definen las culturas de los variados pueblos del mundo. La información que antes llevaba meses difundir, ahora se divulga inmediatamente, y con mucha dificultad se mantiene oculta del vulgo gracias a esos canales que llamamos redes sociales. Ya eso es una revolución de magnitudes colosales.

Sin embargo, la «presencia virtual» ubica al sujeto en un espacio, en un ambiente geográfico determinado, aunque no esté físicamente en ese lugar. Significa esto la pesadilla de cualquier gobierno proteccionista de sus ciudadanos, porque la legislación inmigratoria se hace inútil frente a la realidad: un trabajador podría prestar servicios a una empresa en otro país distinto al suyo, a ese en el que reside, sin que deban satisfacer ni él ni su empleador las exigencias legales laborales e inmigratorias, compitiendo por puestos de trabajo con ciudadanos de ese país e incluso, sin pagarle impuestos a ese Estado, del que se nutre económicamente pero del que, ciertamente, no es ciudadano.

Por último, hoy vivimos problemas globales que nos atañen a todos sin importar nuestra nacionalidad. El cambio climático, la miseria en el tercer mundo, los mercaderes de personas, la explotación sexual de mujeres y niños, la pervivencia de regímenes malignos y el oscurantismo en el que viven millones de personas, obligadas a vivir bajo un modelo, una forma de vida y un solo credo, sea religioso o laico… Infinidad de problemas aquejan a la humanidad y su solución será posible si pensamos como humanos y no como nacionales de este o aquel país.

Ya existen prototipos del «auto de los Supersónicos», que podrían despegar de un estacionamiento en Caracas y aparcar en alguna calle de Miami u Orlando, sin tener que pasar por las alcabalas y peajes fronterizos. Muy pronto, no habrá bordes, límites, no solo para estar presente, sea virtual o físicamente, sino además para trascender límites que hasta recién creíamos insalvables, como el reconocimiento de los transgéneros, de los gays, o del rebosamiento del propio cuerpo, como ocurre con Neil Herbisson, o el desarrollo y alcance de la I.A., que para Raymond Kurzweil determinará la ocurrencia de la «singularidad tecnológica» en este mismo siglo. El planeta ya no es aquel en el que muchos crecimos, y obviamente, un nuevo orden internacional con nuevas reglas luce perentorio.

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