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paola maita
Photo by: Toomore Chiang ©

Dos despedidas, dos continentes

Pocas veces sabemos que una vez será la última que veremos a alguien. Sin embargo, yo he vivido dos últimas veces conscientes con L., mi terapeuta.

Una de las últimas personas de las que me despedí en Venezuela fue él. Después de 4 años de sesiones semanales que comenzaron con una yo estudiante de Psicología; cerrábamos aquel ciclo con una yo graduada, y que estaba a punto de migrar. He de admitir que fue una de las despedidas más tristes de todas las que viví en aquel momento.

Esa última sesión la recuerdo muy poco. Estaba atontada por un tsunami de emociones, por lo que pasé casi toda la hora llorando. Estaba feliz porque finalmente había logrado mi meta de migrar, triste porque dejaba atrás una ciudad que amaba, e inquieta por el futuro que estaba por venir. No es de extrañar que mi cerebro haya sido incapaz de retener esa última conversación que tuvimos.

Atrás quedaban las montañas, la clínica que estaba a dos manzanas de mi casa, la salita de espera con muebles de palet, y el consultorio que presenció toda mi lucha interna.

Me despedía de aquel oso de sonrisa irónica y comentarios incisivos. Creo que le vi llorar, pero mis recuerdos de aquel día son cualquier cosa menos fiables.

Me fui con la intención de continuar las sesiones por Skype. Estaba segura de que la yo migrante necesitaría todo el apoyo posible, incluyendo el de su terapeuta.

 


 

Primer aeropuerto, avión, océano, segundo aeropuerto, otro avión, montañas, mar, tercer aeropuerto, S., bus, tren, casa. Después de cruzar kilómetros de países y accidentes naturales, finalmente había llegado al lugar en el que viviría el primer año que estuve en España.

A los pocos días de mi llegada, tuve mi primera sesión con L. Era la primera vez que lo hacíamos online. De esta sesión tampoco tengo mayores recuerdos. A pesar que ya habían pasado los días para que mi cuerpo no sintiese las consecuencias del cambio horario, apenas comenzaba a vivir el jetlag emocional que me acompañaría en aquel primer año.

Alguno de los temas que ya habíamos trabajado antes en Venezuela resurgieron, tal como mi relación de amor/odio con mi creatividad, cómo poder ser sensible sin que eso significase tirar mis sentimientos delante de un autobús, o aspectos de mi relación con S. Evidentemente, también surgieron temas que no habíamos trabajado antes, tales como el estar lejos del origen, la sensación de sentirme perdida, el aislamiento, cómo encontrar mi lugar en un sitio que no conocía o la convivencia con la familia de S. No nos tomó mucho esfuerzo cogerle el ritmo a esta nueva dinámica online. Ciertamente, toda la empatía cosechada en los años anteriores hizo que el trabajo que estábamos haciendo con miles de kilómetros de distancia de por medio, fluyese naturalmente.

Así transcurrieron 3 años más. L. me acompañó a esperar trámites, conseguir trabajo, entender los cambios de mi relación con Venezuela, buscar la manera más funcional de adaptarme a mi nuevo país, y comprender esta nueva manera de sentir las emociones que estaba experimentando.

A medida que todo se iba asentando, necesitaba menos nuestras sesiones. Las fuimos alargando en el tiempo porque ya nada parecía muy urgente. Ya era capaz de llegar a sesión más pensando en ver el lado profundo de alguna situación que en buscar orientación. Fui sintiendo que estaba lista para intentarlo sola, así que comencé a meditar la decisión de dejar la terapia.

Lo mantuve en mi cabeza por un mes, sin atreverme a decirlo en voz alta, no fuese a ser que cuando las palabras rozasen el viento me arrepintiese, porque el sonido me hubiera podido resultar aterrador.

Finalmente, el día después de mi cumpleaños, tuvimos nuestra última sesión. Apenas comenzamos, le dije que quería parar por un rato. Querría decir que le sorprendió, pero los 7 años que estuve en sesión con él me demostraron que es capaz de ver las señales con bastante antelación.

Esta vez, no pasé la mitad de la sesión llorando. Era una decisión que había tomado con la cabeza fría y desde un lugar de paz. A pesar de que sabía que era la última conversación que tendríamos en mucho tiempo, no sentía agobio. Quizás pueda ser de que esta vez me estaba despidiendo de algo en concreto en el momento y no de toda una vida conocida hasta entonces, o que hice lo correcto, o que estoy cometiendo un error con una firme convicción. Sea lo que sea, la conversación esta vez la tengo mucho más clara en mi mente.

Hicimos un resumen de la evolución que tuve, de todo aquello que superé, le pusimos nombre a las cosas que me preocupan en este momento, y analizamos un sueño significativo que tuve hace poco. Fue una hora y media perfecta para darme cuenta de que, aunque 7 años de terapia suenen a mucho tiempo (y dinero), la persona que existe hoy no sería la misma sin haber vivido todo ese proceso.

L. y yo nos hemos despedido dos veces en dos continentes. En ambas ocasiones, supe que sería la última vez de esas sesiones tal como la conocíamos hasta entonces.

Despedirse de alguien con consciencia puede que quite cierto peso de incertidumbre al momento, pero eso no hace que sea más fácil. Los finales son agridulces, lo sepamos o no.


Photo by: Toomore Chiang ©

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