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Dormir, despertar, acordarse

El sueño es el descanso de la memoria o la memoria en desorden o rota. El final del estado de vigilia conlleva al caos, a una muda implosión producida en la oscuridad, al desenfreno, a la orgía de sensaciones intensas. La memoria descontrolada e impredecible comienza un juego azaroso. Es poco lo que se puede decir si quisiéramos construir una noción más o menos clara de cómo laboran los recuerdos en este ámbito. Es difícil continuar una exploración al adentrarnos a esta zona no iluminada: en la penumbra no es fácil seguirle la pista a todo aquello que transita en la memoria.

Al despertar, de ese estallido se recuerda muy poco; por lo general, sólo se tiene una sensación indefinible. En ocasiones pasa que vemos diferente a alguna persona de nuestro entorno y no sabemos por qué. Otras luces alumbran la manera de verla, de percibirla. Probablemente hemos soñado con ella y no lo recordamos; por algún lugar hemos deambulado juntos y de esa fricción onírica se ha formado un humo que percibimos al despertar. Tal vez algo de nosotros se desdoble y realice lo que soñamos, como lo cree la comunidad wayuu, al noreste venezolano: sale y regresa cansado del trajinar. Tal vez por eso nuestro cuerpo se despierta lentamente. Nada se ha perdido definitivamente, subsisten latentes algunas creaciones que tienen su origen en ese estado para, posteriormente, repercutir en la vida cotidiana. El recuerdo de un sueño también puede afectar nuestro presente.

Marcel Proust, por ejemplo, comprendía la importancia y riqueza de este prodigio. Ese instante sutil de despertarse, abrir los ojos, reconocer lentamente el espacio circundante, posar la mirada sobre los objetos siempre vistos hasta ser reconocidos, es el mismo durante el cual se vuelve en sí y se recuerda quiénes somos. Es por eso que, para Proust, esas primeras cosas que vemos y empezamos a reconocer cuando estamos volviendo del sueño profundo, son las que utilizamos para ir reconstruyendo nuestro yo y para volver al presente. Así lo hace en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido, uno de los comienzos más hermosos de novela alguna.

Para ilustrar mejor esto, rescatemos una acepción antigua del verbo recordar (acordarse), la cual se usaba para nombrar la acción de despertarse de un sueño o, también, para hacer volver a alguien a su juicio o volver en sí. Esta acepción sigue siendo usada en algunos lugares de Latinoamérica: por ejemplo, en el estado Falcón, en Venezuela, o en ciertas zonas del Uruguay. En Brasil se emplea actualmente de la misma manera como se hacía en el antiguo castellano: estou acordado (estoy despierto). Cuando nos despertamos nos acordamos, recordamos quiénes somos, recuperamos lo que por momentos habíamos perdido en el océano del sueño, reunimos lo que por un tiempo estuvo desperdigado: nuestras esquirlas dispersas por el espacio. Alguien acordado es alguien despierto, reunido.

El sueño, ese bocado plácido de muerte interrumpida, tiene esa cualidad indescifrable y abismal que provoca tanto fascinación como vértigo porque sabemos que hacia él nos dirigimos casi irremediablemente diariamente. Lo que se descubra en cuanto a la naturaleza del sueño servirá, a su vez, para dilucidar algunas cuestiones acerca de la memoria, y viceversa, porque algo sí está bastante claro: memoria y sueño, sueño e imaginación, están íntimamente ligados.

Y en este punto provoca preguntarse: ¿sueña un neonato cuando duerme en la brevedad de su experiencia? ¿Con qué sueña?, ¿con su propio latido?, ¿el rumor de unas voces cercanas?, ¿sueña con la voz de su madre o con el silencio de su suspensión en el talego uterino? ¿Cómo son los sueños de la esquizofrenia, de la senilidad, del autismo? ¿Con qué sueña alguien que sabe que en breve se irá de este mundo? ¿Cuántas veces más olvidaremos nuestro sueño? ¿Cuándo volveremos a soñar que hemos soñado?

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