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Donde van a morir los elefantes

Los elefantes en realidad no van a morir a un cementerio. Esta creencia proviene de una leyenda que es el equivalente africano a Eldorado de las Indias Occidentales. Prometía, en vez una ciudad metálica, una región donde hubieran muerto tantos paquidermos que el marfil se amontonara en colinas esmaltadas como el trono de Salomón.

Ahí tenemos evidencia de que la ambición es un asunto internacional.

Existen grupos de esqueletos de elefantes amontonados alrededor de abrevaderos. Pero esto responde a un orden más lógico que sacramental, más desgarrador que maravilloso. Cuando los animales perciben la sombra de la enfermedad, de las deficiencias de hierro o azucares o de la malnutrición, buscan el agua como remedio terrestre.

Por supuesto, muchísimos caen ahí, derrotados.

El agua no es suficiente y por milenios los elefantes no se han dado cuenta. Aunque su mayor preocupación debe ser (y en esto tienen toda la razón) el hecho de que unos primates bípedos tienen un mercado negro donde venden sus colmillos a mil cien dólares por kilo.

Al momento, se contabiliza un población de apenas cuarenta mil elefantes.

Microsoft está utilizando un sistema de Inteligencia Artificial para detectar cazadores y, lo más importante, pues es el origen de la demanda, frenar la publicidad en línea de marfil. Los datos recogen patrones de los movimientos de los asesinos furtivos, de los paquidermos y su forma de comunicarse. Esto es más factible y rentable que la supervisión humana constante.

Por otro lado, uno de lo más grandes consumidores de marfil, China, prohibió su comercio en diciembre del año pasado. La actividad lucrativa no solo está muriendo por ser prohibida (si sabemos algo es que las vedas solo logran aumentar la demanda curiosa y rebelde), sino que el pueblo asiático se ha ido concientizando respecto al desastre sangrante que causan estos adornos cincelados. Es un arte exquisito, eso hay que admitirlo: abundan figuras de mujeres sosteniendo cuencas, Siddharthas coronados con lotos, colmillos del que germinan girasoles imperecederos o, en una saña inimaginable, un elefante en miniatura. Se asegura, además, que entre más envejecen más sublimes se ven. Pero estas estéticas de la crueldad, como la bibliopegia antropodérmica (libros forrados en piel humana, c.f. Des Destinees de l’Ame), tienen que extinguirse.

No nos debería sorprender que un poco de información y sobre todo imágenes que apelen al patetismo justo, logren más que una orden global dada en 1989 de prohibir el marfil. Se derrumban los cementerios de elefantes como en su tiempo lo hizo Eldorado: tenemos que exigir menos.

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