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fabian soberon
Photo by: Bartek Miskiewicz ©

Disc-jockey  

Cuando era adolescente trabajaba como disc-jockey. Viajaba media hora, cruzaba una avenida angosta y entraba a Vértigo como si fuera el dueño. Con alegría, me instalaba en la cabina, un cubículo de vidrio grueso colocado a tres metros del piso, con una escalera de metal y escalones angostos y oscuros. La cabina estaba clavada en la pared del fondo. Había una barra de bebidas a la vista y dos pistas, abajo: una chica y la otra enorme. Por lo general, cuando llegaba, no había nadie. Sólo me esperaba en la puerta el conserje. Era un hombre grueso, morocho, parco, que se ocupaba de custodiar la puerta hasta que comenzara la noche. Era una especie de sereno al revés. 

El boliche era un prisma grande, un salón alargado dividido en espacios con distintas alturas. Las pistas en el primer piso tenían luces violetas con mínimos cristales rectangulares. Las pistas de abajo eran meros cuadrados de cemento, al ras del piso, con algunas bolas plateadas y unos faros verdes y rojos. El sonido era regular, estruendoso y un poco metálico. A veces, incluso, había acoples. Pero a los clientes les importaba poco.   

Como les pasa a todos, empecé como ayudante de un disc-jockey principal. Terminé siendo el jefe de la cabina. Tenía quince años. Ese fue mi primer trabajo serio. La música era la común música bailable del período. Por esos años, resonaban en la memoria inmediata las melodías de Erasure, Pet Shop Boys, Madonna, Depeche Mode. Para mí, el problema no era la música moderna, podríamos decir así, sino la que se ponía al final. Antes del cierre, debíamos colocar un bloque de cumbia. En esos años había un prejuicio clasista con la cumbia. Y ese prejuicio no era un mero tic o una pose chic. Era un verdadero rechazo hacia una forma que escondía una ética de la música.  

Una noche, antes del cierre, me negué a poner los discos de cumbia. Entonces vino el supervisor –un hombre petiso, terco y jubiloso– y habló conmigo. Le expliqué la situación y le conté que había llevado un amigo para que me reemplace. El petiso se tocó el pelo, le hizo una mueca graciosa a la rubia platinada que tenía al lado y se paró moviendo las piernas. Habló con voz gruesa, haciéndose el galán frente a la rubia y, después de un rodeo vacío, aceptó la propuesta. 

Ese día, mi trabajo terminó más tarde de lo previsto. Después de la consabida ronda de cumbia, puse “Oh l`amour”, de Erasure, como una especie de mínima y absurda revancha. Cerca del final de la canción, un hombre salió del baño y dio un grito. Un grupo de chicas que conversaban al lado se asustaron. El hombre, flaco, sacó un arma y lanzó un disparo al techo. El guardia que estaba en la puerta corrió hasta el rincón y le dio un golpe en la cara. El flaco que había hecho el disparo no lo vio. Recibió el golpe, desprevenido, y cayó al suelo. El guardia se acercó al hombre flaco y le dio una patada en los riñones. Desde el piso, el otro, mareado, levantó la pistola y lanzó un segundo disparo. Los gritos, furibundos y descontrolados, aumentaron. Yo me agaché en la cabina y me escondí detrás de los equipos de sonido. La cabina era transparente. La desprotección era total.  

El guardia se incorporó (se había agachado, urgente, para esquivar el disparo), y se tiró sobre el cuerpo fláccido del otro. Sacó un par de esposas y lo apresó.  

Desde esa noche, pedí que pusieran un policía en la cabina. 

Cuando salí, aterrado, del boliche, la luz naranja me cubría la cara. Eran las siete de la mañana. Una neblina inesperada tapaba la silueta difusa de los cerros. En la parada de ómnibus, había una anciana, ansiosa, que miraba la hora. Su perro peludo y blanco estaba quieto, como si se hubiera entrenado en la inmovilidad. Eran el par perfecto. 

Yo tenía sueño. Sin embargo, el terror me mantenía alerta. Miraba a todos lados, pensando que podía aparecer, en cualquier momento, el flaco de la pistola. Nunca supe el motivo secreto de sus disparos. No sería inverosímil pensar que el loco había visto a su novia besando a su enemigo íntimo en los reservados. 

Saqué del bolsillo la billetera para corroborar que tenía los billetes para el boleto. En ese instante, la melodía de Erasure repercutió en mi cerebro y los tiros se repitieron como una batería inusual. Aunque la mañana despuntaba un tímido destello naranja, la ciudad era aún un desierto oscuro.


Photo by: Bartek Miskiewicz ©

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