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Dies irae: El año de la ira de Carlos Cortés

Otra novela de Carlos Cortés inicia con una frase que define nuestra república mejor que cualquier marca país: en Costa Rica no sucede nada desde el Big Bang. Nos hemos construido desde la amnesia histórica, lo cual es lo mismo que decir que la identidad costarricenses se basa más en lo que no somos, en el espacio negativo. ¿Quién recuerda nuestras calzadas de piedra en Guayabo, las cuales se transitaron alrededor del 1.000 a.C.? ¿Nuestros amaneceres virreinales con corsarios en los puertos caribeños? ¿La batalla por y en contra del Emperador Iturbide I? ¿Por qué nadie habla de la célula terrorista en los ochentas?  

Escribir una novela (Alfaguara, 2019) con una temática tan apocalíptica como un magnicidio en un país que se niega a sí mismo es un alegato, un alegato por crear nuestra propia leyenda. Quizás de ahí, de esa necesidad de importancia, viene el título, que hace referencia al Dies rae (cambia día por año), himno franciscano sobre el Juicio Final, versos trocaicos que hablan de la Trompeta y los malditos.

El ministro de Guerra, Joaquín Tinoco, hermano del dictador Federico, es asesinado en plena vía pública. Los primeros años del siglo XX son convulsos para Costa Rica, como bien retrata esta crónica histórica en la manifestación en contra del gobierno donde arrastran por el lodo a la autora comunista Carmen Lyra. O los hombres golpeados en las mazmorras de la Penitenciaria y los cuarteles de guerra. Los pasadizos secretos y “bodegas subterráneas (…) repletas de cañones y armas Mauser”.

Un magnicidio solo pone en marcha los engranajes de opresión y amenaza constante del régimen. Como dice Cortés “todo asesino político es un actor. Un actor que asesina a otro actor”. Se crea un teatro de conspiración, se alumbran los momentos más ridículos: saber que los gobernantes del país consultaban a una médium a la que el pueblo llamaba con odio rasputina o hacían sesiones espiritistas para tomar decisiones. Y también lo más sublime, como que el asesino de Tinoco pronunció una frase de Plutarco al disparar, Sic Semper Tyrannis, o que, como Joaquín asesinó a un hombre en duelo de honor en el Parque Metropolitano de La Sabana, un obispo se negaba a rendirle un funeral al ministro excomulgado según la bula de Benedicto XIV.

En uno de los epígrafes creo encontrar la razón de la estructura del texto, desconcertante al inicio. Cita al autor italiano Sciascia: “En la formación de todo gran acontecimiento se da un curso de acontecimientos menores, tan pequeños que a veces pasan desapercibidos, los cuales, con un movimiento de atracción y agregación, convergen hacia un punto…”. Por eso de repente saltamos a un diario relatando el paludismo de Alfredo Volio, nos alejamos del quid del magnicidio para entrar a un desorden de retazos que nos indican que eso es la Historia, caos de vidas, sean paralelas o secantes, teosofías, crímenes “peores que el de Héctor”.

Cuando fui a comprar mi ejemplar me recibió la noticia de que se había agotado en cuestión de días y tenía que ponerme en lista de espera. Eso demuestra que los costarricenses necesitan su leyenda nacional, inclusive cuando esto implique leer novelas. Quizás desde el Big Bang sí pasaron unas dos o tres cosas. La novela le da otro impulso a la carrera de un autor merecedor de la orden de Caballero de las Artes y Letras por parte del gobierno de Francia y quien fue finalista del extinto Premio Rómulo Gallegos con Larga noche hacia mi madre.

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