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Diario minimo

Lunes

El sueño se me escurrió de repente entre las sábanas y, sin embargo, ya me siento cansada en este amanecer que se asoma… Está oscuro todavía y me esfuerzo por rebajar la espesura de la angustia, a menudo presente en mis despertares. Voy para la cocina y escudriño el cielo por la persiana. El Ávila ni siquiera me mira, es una sola mancha negra en esta madrugada precoz y no logro atisbar, siquiera, las curvas sinuosas de sus bordes amados… Ale ha dejado de nuevo un sucio de migajas anoche sobre la mesa y han llegado, en combo, las hormigas. Minúsculas, negras, las observo afanarse alrededor de esas mínimas sobras de pan… Mi hijo… Pienso, incrédula, que me había quedado con la imagen del uniforme de cuadritos azules y blancos del maternal y ahora, a duras penas, lo reconozco. ¿Dónde estaba cuando le salieron esas piernas largonas de garza flaca? ¿Y de dónde brotó ese vozarrón de hombre? ¿Sucedió anoche, mientras yo intentaba dormir? Me distraje un segundo y la adolescencia ya estaba tocando la puerta, junto a una sombra oscura de barba y a un alboroto de hormonas…

Martes

Hoy el cielo es de un azul escandaloso y el amanecer ha estallado de pronto. Hace fresco – ya llegaron las lluvias – y tuve que cerrar la ventana mientras me bañaba… Anoche llovió duro al parecer; veo el piso del estacionamiento todavía mojado pero no me di cuenta de nada… Un autobús acelera durísimo subiendo por la calle, justo debajo de casa… Me pregunto a qué hora se levantó ese pobre chofer y si ya alguien ocupa un asiento a esta hora imposible. Me visto despacio y sorprendo, hoy también, mi amigo arrendajo, inmóvil sobre la rama del árbol de mango, esa misma que rasguña, de vez en cuando, la pared de mi edificio. Me acerco de puntillas con el celular en la mano y esta vez, al fin, ¡lo logro! Se deja fotografiar, presumido, el pico hacia arriba, consciente de mi entusiasmo sincero. ¡Qué lindo este aire aldeano en plena ciudad! Anoche hasta escuché el canto de un gallo ¡Cuántas cosas quisiera renegar… yo también…. como Pedro!

Miércoles

¡Uff… todavía seguimos sin ascensor! No se encuentran las piezas de repuesto. Éste es, ahora, el país del “no hay”. Llevo meses bajando y subiendo a pie por las escaleras, arrastrando junto al mercado también mi cansancio mortal. La escasez es un fantasma temible que marca nuestros días estresantes. Nunca pensé que la felicidad pudiera ser la emoción increíble de descubrir un jabón de olor, olvidado en la desolación de un estante vacío de supermercado; el alivio de conseguir el último litro de leche, conquistado a la fuerza después de una espera agotadora o la sorpresa, fantástica, de hallar en el fondo de una gaveta una cajita, sagrada, de tinta para la impresora.

La vida está hecha de cosas pequeñas.

Jueves

Hoy el dólar amaneció más desquiciado que nunca, al igual que este país imposible. Su carrera es indetenible hacia el infinito y más allá”. Así lo dibujaron en una cuenta de Twitter, como ese personaje de Toy Story, Buzzlightear, el astronauta temerario. De veras que el humor venezolano es único y las redes están desatadas esta mañana. Pero hoy yo no tengo ganas de reír, ni de leer titulares, ni de seguir cuentas virtuales. ¿Cómo vive la gente? me pregunto cada vez que voy al mercado ¿Qué piensa? ¿Qué espera? ¿Qué come?

La muchacha humilde que limpia en mi oficina ¿sabe de la existencia del “capitalismo salvaje” o cómo funciona el cambio paralelo? ¿Sabrá de qué color es un dólar? Tal vez no… pero su barriga murmulla y reclama… exactamente como la mía… y es solamente a las barrigas hambrientas que pretende hablar este experimento fallido de tamaño gigante, esta inconsistencia grotesca y precaria en que se ha convertido este país “portátil”, que ha perdido la brújula y naufraga sin rumbo.

Viernes

Esta mañana la Avenida Libertador es una alfombra tejida de carros parados; nada se mueve en esta inmensa tranca matutina…y son apenas las 6.30. Aprovecho y saco una foto, con un reflejo de luz hacia el fondo, y las “viviendas dignas” de ladrillos rojos, en primer plano. Se la voy a mandar a Antonio, mi amigo italiano; él disfruta mucho de las imágenes pintorescas de estas latitudes. Miro a mi alrededor y por un instante el desaliento me tumba, junto a las miradas mustias de mis compañeros de calle. Somos todos rehenes de una sola, infinita y permanente cola… Y no es sólo la cola del tráfico, anárquico y desaforado, son sobre todo las colas interminables de esta humanidad resignada, amontonada como ganado a las puertas de los supermercados (¿llegaría el azúcar? ¿o la harina pan?…), de los abastos y de las bodegas, encaramada encima de las escaleras mecánicas de los centros comerciales, en espera de conseguir arrancarle algo a esta inmerecida escasez. Y es como si en lugar de café o cartones de leche quisieran, en realidad, comprar la normalidad perdida, los puntos firmes de su existir, desaparecidos hace mucho junto al aceite de maíz y a la harina de trigo. Y esas colas fatales, enroscadas como horribles serpientes venenosas, nos están estrangulando poco a poco, para tragarse de prisa nuestra dignidad de personas.

Sábado

Voy, bien temprano, a la avenida San Martín, y es como si partiera hacia dudosos destinos. Me acompañan, solidarios, mis vecinos, hermanos del alma. Alguien nos dio el dato de que allí, en ese delirio de polvo, de huecos gigantes y de carros perpetuos se consiguen, tal vez, los electrodomésticos, esa rara especie en extinción en esta extravagancia de país. Busco, como un tesoro perdido, lavadora y secadora.

Llegamos, al fin.

El tráfico es lento y pesado, hay trabajos en la vía y la avenida es una sola locura de compras nerviosas en este fin de semana de cobro. Me bajo del carro y me llama la atención una iglesia preciosa, un error arquitectónico en medio de esta escuálida secuencia de viejos almacenes de libaneses, de colchones apilados en las aceras, de vendedoras indolentes sentadas entre las brumas espesas de su sopor somnoliento. Es la iglesia de los Palos Grandes, me dice un señor muy amable, con un hilo de orgullo en la voz; líneas góticas, fachada beige y picos cándidos como los merengues de un pie de limón, solitaria y serena en este infierno de cemento, desubicada y sorprendida, exactamente como me siento yo ahora…

Caracas, lo sé, es una merengada espesa de contrastantes sabores. Me encamino hacia la tienda, la semana está terminando mas no encuentro ningún manual de supervivencia…

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