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Después de la pandemia

Al analizar la sociedad occidental moderna, puede concluirse que una de las formas más efectivas de estudiar sus episodios socio-políticos más resaltantes, es determinando los miedos que marcaron el inconsciente colectivo de sus masas. Miedos eventualmente aprovechados y explotados por sus respectivas castas políticas.

Desde el siglo XX, los diferentes miedos que han azotado a la sociedad occidental y han direccionado su rumbo político han sido en mayor parte los conflictos bélicos, las tragedias económicas, y los totalitarismos colectivistas.

Y de esos miedos la irracionalidad multitudinaria como consecuencia inmediata. Y de dicha irracionalidad, el surgimiento de los peores populismos y regímenes.

El prolegómeno de la llegada de Hitler y su Tercer Reich no fue más que el desastre económico, más allá del incuestionable antisemitismo que latía en las entrañas de la sociedad teutona, o la derrota sufrida por Alemania en la Primera Guerra Mundial y el eventual Tratado de Versalles.

El motivo que impulsa a los germanos a confiarle a Hitler las riendas del poder fue la catástrofe económica y social generada durante la República de Weimar. Poco tiempo más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial, generando un sinfín de nuevos miedos y traumas dentro de un contexto de Guerra Fría en la que el mundo viviría aterrado del fascismo y el comunismo.

Y si bien la paradoja muestra cómo el miedo por estas tendencias fundó las tiranías de su contraparte, estas fueron excepciones que se diluyeron con el pasar del tiempo hasta la caída del Muro de Berlín.

El tan afortunado “Fin de la Historia” de Fukuyama daría paso a un contexto histórico en la sociedad occidental que si bien experimentó el desorden de la multipolaridad o el azote del terrorismo islámico, no sufriría grandes miedos o traumas que desestabilizaran su nuevo equilibrio. Al menos hasta la llegada del coronavirus.

 

Cisne negro

En el periodo de mayor prosperidad, libertades, y avances democráticos en la historia de la civilización occidental (y mundial), la crisis del coronavirus llega como un cisne negro cuyas consecuencias reales se verán luego de su brutal impacto a la economía mundial y a los sistemas sanitarios.

La razón por la que se ha hecho tan generalizada la idea de que el coronavirus dividirá la historia moderna en el periodo pre y post-pandemia, no es solo por la cantidad de muertos o gente empobrecida, sino por el miedo que dejará marcado a fuego y el peligroso declive político que este generará como resultado.

Sin saberlo, estamos en presencia del pandemónium que definirá la sociedad occidental en los próximos años.

Porque los cadáveres incinerados, junto con sus millones de empobrecidos y desempleados, con su postal de cosmópolis desierta y sus hospitales de guerras tercermundistas serán las raíces de las que florecerán los nuevos autoritarismos y totalitarismos.

Serán el escenario idílico para todo populista y extremista.

Todo esto con una escena tan claroscura como evidente: una vez culminada la crisis del coronavirus, nacerá una gigantesca base electoral que exigirá un mayor intervencionismo estatal en los asuntos que se consideren más determinantes tras la pandemia. Por lo que en algunos países puede ser mayor control en las fronteras o un sistema de salud público, mientras que en otros será mayor control sobre la economía; erigiendo así políticas económicas keynesianas más agresivas en el primer mundo y políticas económicas más cercanas al marxismo en los países subdesarrollados.

 

Regreso a las distopías

Tras el coronavirus, se volvería a la fracasada teoría del estado fuerte tanto fascista como socialista. Después de todo, mientras que la posición identitaria y anti-globalización predomina en las facciones extremistas de toda postura política e ideológica, en un sector prevalecerá el discurso más xenófobo y nacionalista mientras que en el otro el más reacio al libre mercado y las libertades individuales. Incluso podríamos ver híbridos tan excéntricos como aterradores.

Lejos de tratarse de un escenario cuyos prolegómenos se verán en el futuro, lo cierto es que ya estamos en medio de sus primeros destellos. Y es que, analizando las realidades de la mayoría de los países occidentales afectados por el virus, hemos sido testigos de numerosas medidas que si bien aparentan ser las más adecuadas para contenerlo, representan una clara erosión de las garantías y libertades.

Semejante situación tiene lugar hoy en día en todos los rincones del mapa geopolítico, con los regímenes dictatoriales ejerciendo con mayor fiereza su control draconiano, y los gobiernos democráticos tomando medidas que hace pocas semanas resultaban impensables.

El riesgo en este panorama se reduce a que si bien las mayorías apoyan este rol absolutista del estado en detrimento de la iniciativa privada para resistir las embestidas del coronavirus, esta realidad podría prolongarse de manera injustificada hasta convertirse en la norma. Y no solo en aquellas naciones con Estados de derecho débiles, sino en aquellas que se antojan tanto sólidas como ejemplares. Todo esto dando paso a un sistema que por su condición de estado elefantiásico pulverizaría el libre mercado mientras disuelve la figura del individuo en pro de la colectividad o el mal llamado “bien común”.

Lo que hace casi inevitable tan peligrosa adversidad es el hecho de que, a diferencia de la forma en que gran parte de los virus se tornan inofensivos al inmunizarnos con vacunas,  la pulsión por el colectivismo y la proclividad  instintiva por lo que Vargas Llosa denomina como “el retorno a la tribu,” son enfermedades para las que aún no hay cura.

Realidades que las democracias liberales nos han hecho ver como lejanas distopías de un pasado absurdo.

Por desgracia, el discurso hegemónico en estos tiempos de pandemia será el recelo hacia el extranjero. Culpar a la globalización por la manera en la cual determinados problemas que en el pasado eran parte de localidades aisladas hoy en día pueden afectar a todos por igual.

El discurso hegemónico en estos tiempos de pandemia será defenestrar al liberalismo y todo lo que sus críticos de siempre creen (o quieren) que sea. El argumento de que la salud no puede ser privada. Que el mayor prestador debe ser siempre el estado. Que la economía es una cuestión de justicia social.

El desarrollo y desenlace de esta pandemia enardecerá las narrativas de crear un nuevo cuerpo ético y moral que rija las sociedades, un cambio de principios basado en la presunción de que el mundo previo al coronavirus era el Sodoma y Gomorra del capitalismo.

Se politizará de manera grotesca y oportunista el descalabro hasta embellecer propuestas tan absurdas como limitar las grandes fortunas, regularizar empresas en nombre de los fundamentalismos de turno, y aprobar finalmente la tan añorada renta básica universal. Propuestas que si bien todos los análisis económicos serios han demostrado repetidas  veces tanto su inutilidad como sus efectos devastadores a la economía, son las propuestas de aquellos sectores políticos que satanizan al contrario de ser renuentes a los estudios de los expertos y ser contrarios a la ciencia.

Incluso, nacerá la narrativa de que no todo lo vivido durante la pandemia fue negativo. Que tenía su arte y gracia el confinamiento. Que la sociedad estuvo más cohesionada que antes, que el despliegue de militares y policías en cada rincón demostró ser necesario. Que la política finalmente estuvo regida por un sentido de humanismo o patriotismo. Que será radical aquel que desee los tiempos previos a la pandemia.

Es innegable. Estamos en presencia de la deus ex machina de nuestros tiempos.

El  coronavirus destruirá las economías y los sistemas sanitarios de occidente mientras revitaliza los odios, las añoranzas por un estado paternalista y la irracionalidad colectiva.

Se convertirá en el nuevo miedo que nos conducirá a un futuro tan desconocido como predecible.

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