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Roberto Ponce Cordero
viceversa

Después de Charlottesville (Parte II)

En 1964, el historiador norteamericano Richard J. Hofstadter publicó uno de esos ensayos que, como “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud, “Las palabras y las cosas” de Michel Foucault o “Placer visual y cine narrativo» de Laura Mulvey, contienen una tesis tan aparentemente obvia y tan infinitamente aplicable a todas las instancias de las situaciones que describen y estudian que, una vez leídos, es difícil volver a ver la realidad sin pasar por interpretarla con ayuda de sus conceptos y de sus visiones. En el caso de Hofstadter, se trata de «The Paranoid Style in American Politics», texto en el que demuestra, mediante un extenso recorrido histórico, que las corrientes paranoicas y orgullosamente irracionales y anti-intelectuales no son apariciones marginales en la política de los USA sino que han marcado siglos de desarrollo fluctuante de la ultraderecha estadounidense, siempre parcialmente en boga pero hoy, en la era de Trump y de los alternative facts, tan evidentemente en apogeo.

Así, Hofstadter empieza por recordar la histeria provocada en el siglo XVIII por la supuesta conspiración anti-clerical de los Illuminati de Baviera y, en el siglo XIX, por las acciones esotéricas de la Francmasonería internacional, antes de pasar a las no menos impactantes oleadas de furor anti-católico y anti-semita que asolaron Estados Unidos en el siglo XIX y a principios del XX. Este último siglo, sin embargo, se destacaría sobre todo por su anti-comunismo rabioso, latente durante todas sus décadas pero con picos notables durante la Red Scare de la presidencia de Woodrow Wilson, en la primera postguerra, y durante las cacerías de brujas lideradas por el senador Joe McCarthy en el inicio de la Guerra Fría.

Por supuesto, la izquierda norteamericana y, vamos, la izquierda mundial no es completamente inmune al “estilo paranoico” que ve conspiraciones en todos lados y sospecha por default que el gobierno y los poderes fácticos han sido infiltrados por enemigos externos que, al haberse posicionado en los medios de comunicación de masas y en el sistema educativo público, en la práctica se han convertido en enemigos internos. Si acaso, dos de los universos de teorías conspirativas más populares y con más ramificaciones de la historia de Estados Unidos, es decir los relativos al asesinato de John F. Kennedy y a la caída de las Torres Gemelas, son prueba de que no sólo la derecha del vecino del Norte tiende a recurrir, paranoicamente, a explicaciones en apariencia simples ante temas complejos (en un nivel más profundo, estos dos universos de teorías conspirativas sugieren también que, en gran medida, los extremos de derecha y de izquierda en Estados Unidos se asemejan mucho, discursivamente, y dejan de ser de derecha y de izquierda para pasar a ser más bien simplemente anti-establishment… pero ese sería el tema no de otra nota sino de una disertación doctoral entera).

No obstante, como constata Hofstadter en un ensayo visionario que se anticipa no sólo a la decadencia actual del imperio norteamericano sino incluso a los grandes conflictos de los sesenta y setenta del siglo XX, las erupciones más prominentes de irracionalidad iracunda y de espíritu paranoico en la política estadounidense han estado siempre firmemente situadas en el campo de la religión hegemónica, de la supremacía blanca y del patriarcado, así como de la defensa de los derechos del capital por encima de los derechos de los humanos. En otras palabras, si Estados Unidos es un país paranoico, lo es más que nada por la enorme y relativamente poco limitada influencia de la derecha en la cultura y en la sociedad norteamericanas.

Cuento todo esto para poner en contexto lo ocurrido ya hace unas semanas en Charlottesville y para aclarar que, a diferencia de algunos comentaristas que ahora se rasgan las vestiduras, no me hago ninguna ilusión sobre la supuesta vocación pluralista de la sociedad de Estados Unidos y, menos aún, sobre la supuesta actitud democrática de sus instituciones estatales. Más bien, como cualquiera que esté más o menos familiarizado con la historia de dicho país, sé que de tiempo en tiempo cobran mayor fuerza determinados grupos especialmente radicales, pero que simplemente llevan a sus últimas consecuencias valores y prejuicios generalizados en un país segregado y que, pese a haber pasado por la mayor guerra civil de la historia del hemisferio occidental, nunca ha realmente empezado a, y mucho menos terminado de, confrontar, asumir y superar el motivo de dicha guerra, o sea su propio pecado original, la esclavitud (y el genocidio indígena, si ya nos ponemos). El mismo discurso de “America First” del “presidente” Trump, que ha envalentonado a fascistas de diversa escuela en los Estados Unidos actuales, es copiado de un movimiento de los años treinta y cuarenta del siglo XX que se acercaba peligrosamente a hacer apologías de la Alemania nazi. Asimismo, el Ku Klux Klan, otro protagonista de los hechos violentos de Charlottesville, es un viejo conocido del siempre latente racismo norteamericano que de hecho –pese a todo el apoyo implícito que recibe actualmente de la Casa Blanca– no está ni siquiera en el mejor momento de su historia: ese momento sería, hasta ahora al menos, el período comprendido entre principios y mediados de los años veinte del siglo XX, cuando el KKK contaba con millones de miembros en todas las regiones del país, no solamente en el Sur. En cuanto a los “derechistas alternativos” que conforman una masa reaccionaria amorfa y poco estructurada, pero altamente capaz de movilizarse y de actuar violentamente de manera individual o grupal, muchos de ellos parecen sacados de una película ochentera (Revenge of the Nerds, por ejemplo) o de los movimientos “masculinistas” que desde los años ochenta del siglo XX, y con el beneplácito de los conservadores de Estados Unidos y del mundo entero, lucharon y siguen luchando contra el feminismo y los movimientos LGBTI.

En ese sentido, lo que pasó en Charlottesville no es nada nuevo ni nada sorprendente. Yo, personalmente, tengo memoria de algunas marchas nazis o racistas que han tenido lugar, durante los últimos treinta años, en diversas ciudades de Estados Unidos, siempre con permisos estatales (free speech!) y con protección policial que, frecuentemente, redunda en represión contra quienes protestan contra el avance del fascismo. Más aún, y dejando de lado, por un momento, el atentado terrorista en el que, como presagio del de Barcelona de pocos días después (otro tipo de reacción violenta ante procesos emancipatorios y de democratización), se utilizó un automóvil como arma letal contra un grupo entero de personas, lo sucedido en Charlottesville fue terrible y preocupante ya desde los meros números de individuos fascistas y partidarios que se sienten envalentonados y dispuestos a manifestarse a favor del genocidio pero, en rigor, no fue nada excepcional. Con algo de hipotética Schadenfreude, tengo que decir que creo que un contingente mucho más reducido de fascistas europeos (alemanes, franceses, polacos, rusos, etc.) se comería vivos a los valientes portadores de antorchas marca Tiki de Charlottesville… si no fuera, por supuesto, porque los machitos que juegan a ser fascistas en Estados Unidos están armados hasta los dientes y, crucialmente, saben que son apoyados de manera prácticamente explícita, e incluso a nivel retórico, por nadie menos que el “presidente” del país.

Efectivamente, lo que hace sí único a Charlottesville, en el contexto occidental contemporáneo, es que se trata de un acto de violencia potencialmente genocida y, de hecho, de un evento histórico que rodea un ataque terrorista en suelo norteamericano que, lejos de suscitar el rechazo al menos discursivo de las más altas esferas políticas del país, es apoyado tácita o incluso explícitamente por dichas esferas. Hemos llegado, en otras palabras, a un momento en el que la violencia fascista no es necesariamente más letal que antes, ni su popularidad en términos de número de cuadros y militantes es necesariamente mayor que en otras décadas, pero en el que, sin duda, el programa del fascismo, sus causas y sus prácticas, están más cerca del centro del discurso de Estados Unidos como comunidad nacional. Sin ánimo de ser alarmista ni de desconocer los desafíos que, a toda persona decente y partidaria de la convivencia pacífica y democrática, las corrientes de derecha de los 241 años de historia de los U.S. of A. presentaban, esta aceptación de los postulados fascistas al mayor nivel estatal representa una diferencia cualitativa y fundamental. ¡Una nueva era!

Como concluye Hofstadter en su famoso ensayo, “The fact that movements employing the paranoid style are not constant but come in successive episodic waves suggests that the paranoid disposition is mobilized into action chiefly by social conflicts that involve ultimate schemes of values and that bring fundamental fears and hatreds, rather than negotiable interests, into politcal action”. Ante la nueva ola de movimientos paranoicos de ultraderecha en Estados Unidos, que más que una ola constituye un tsunami, tenemos que temer que el tiempo de la “negociación” se acabó y que estamos en el inicio de una prolongada era de “fears and hatreds”. Lamentablemente, ni Hofstadter tenía ni nadie tiene la fórmula para acabar con este ciclo perverso de la recurrencia del fascismo en la historia norteamericana, que ahora está llegando a su apoteosis. Por eso, pues, para citar a Edward R. Murrow, famoso periodista antagonista de McCarthy y, de ese modo, una de las voces más prominentes de la resistencia contra el estilo paranoico… good night, and good luck.

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