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Paola Maita

Después de Anselmo Cruz

El día que Anselmo Cruz decidió morirse, Miranda supo que por fin había llegado el momento de realizar todos los planes postergados. La muerte de su padre marcaba el fin de una era en su vida, una era de dictadura y reglas sin sentido. Y es que Anselmo era ese tipo de hombres que no nacen para ser padres, si no los machos de la casa. Pensaba que era más productivo tener una cabra en el patio que una hija. Después de todo, a la cabra podía venderla, mientras que por una hija tenía que pagar para que se la llevaran. Siempre trató mejor a las gallinas y las cabras que a su propia hija.

En cuanto a las reglas absurdas… ¿Por dónde comenzar? Decía que las mujeres sólo servían para criar a los futuros varones de la patria, que no debían hablar a menos que se les preguntase algo y que sólo era necesario que aprendiesen a escribir su nombre por si acaso alguna vez de casualidad le tocaba. La madre de ella, intuía que los tiempos cambiarían en algún momento, intentó darle a Miranda la poca educación que pudo. Mientras Anselmo trabajaba, ella le había contratado a una profesora para que le enseñase a leer y a escribir algo más que su nombre. Los días que iba la maestra, para Miranda eran los más felices y, al mismo tiempo, los más tristes. La hacía feliz que alguien la hiciese sentir importante y aprender cosas sobre los lugares lejanos; pero a la vez la hacían ser consciente de su ignorancia y pequeñez.  Al menos sabía que su madre le estaba regalando una oportunidad que muy pocas mujeres del pueblo tenían.

─Maestra, ¿Cuál es el lugar más bonito del mundo?

─París─ respondió ella con una cara de ensueño sin pensárselo, como si se tratase de quitar la mano de algo caliente. Miranda jamás olvidaría su expresión bobalicona pensativa ni su respuesta.

El día que Anselmo se enteró lo que hacía su mujer por la niña, le propinó una parranda de golpes que casi la mató. Por suerte, la abuela de Miranda le había enseñado a su hija algunos primeros auxilios, así que ella pudo decirle a su propia hija lo que tenía que hacer con los pedazos de persona que había dejado su marido. Después de eso, ella vio cómo su madre se convertía en una mujer tan sumisa que casi rozaba la mudez. Miranda se prometió a sí misma desde ese momento dos cosas: Ningún hombre le pondría la mano encima y no la enterrarían en aquel pueblo de nadie. 


A los 15 años, la muerte de su madre tomó a Miranda por sorpresa. En realidad era casi lo mismo decir que se había quedado sola. La mujer murió sin que nadie se enterase con exactitud cómo había sido. Nunca supieron si había arrastrado dolores durante semanas o si la muerte la había sorprendido sin avisarle.

Anselmo apenas se dio cuenta que su mujer se había muerto. Siempre y cuando tuviese una mujer presta para servirle, el mundo podía caerse y a él poco le importaba. Miranda no estaba lo que se diría «presta» pero sabía que no tenía otro camino. Mientras Anselmo Cruz pisase los caminos de la Tierra, ella no tenía otra opción que obedecerle y servirle en todos sus caprichos. Sólo le quedaba esperar su muerte, pero esta vez no la tomaría por sorpresa. Tendría un plan, porque el día que Don Anselmo muriese, ella tenía que estar preparada para salir huyendo de ese pueblo.

Lo único que podía hacer sin que su padre se diese cuenta que andaba en algo raro era cocinar. Todos los días, cuando le preparaba la comida a él, ella hacía un poco más de todo y cuando salía a hacer las compras se la vendía a los obreros de la vía. No le daba más que un par de monedas diarias, pero todo lo que ganaba lo metía en una caja que escondía en un hueco que había hecho en el colchón. 

Alguna vez estuvo tentada a gastarse lo que tenía ahorrado en unos bonitos zapatos o algún otro capricho tonto, pensando que era probable que ella muriese primero que Anselmo y que no hubiese disfrutado ni un céntimo, pero luego recordaba que él no era inmortal y que la muerte algún día también le tocaría a él. Aferrada a esa esperanza, ella esperaba que no durase muchos años más, como le deseaba con hipocresía en cada cumpleaños.

Al contrario de su mujer, la muerte a Anselmo le dio un largo preaviso que parecía ser eterno. Al principio, todos rumoreaban que ese sí era el día de la muerte de Anselmo, pero eventualmente se cansaron. Lo llamaban «el eterno convaleciente».
La espera duraría 5 años, 2 meses y 29 días. Cada vez que Miranda sentía que iba a desfallecer durante ese tiempo, recordaba la cara de su maestra y se decía a si misma que no podía fallar estando tan cerca.

─Este es el momento de morirme─ dijo ese día al despertar. Bebió su tazón de avena y volvió a cerrar los ojos, sin que nadie fuese capaz de convencerlo que los abriese. Al final del día, Anselmo Cruz había muerto.


Los funerales de Anselmo fueron casi como unas fiestas patronales. Nunca en el pueblo se había visto semejante alboroto por un muerto. Miranda apenas podía esperar que pasase el tiempo necesario para enterrarlo y salir huyendo.

─Mija, usté debe gualdá el luto por su papaíto─ le dijo la vecina. Miranda bajó la vista al piso, lo que la doña interpretó como una señal de aceptación, pero lo que ella no sabía es que la hija de Anselmo no pensaba quedarse en aquel pueblo. Era imposible que alguien entendiese lo que ella estaba a punto de hacer. Después de todo, quienes nacían en ese pueblo, allí morían.

***

Una semana después, Miranda salió huyendo al atardecer con la excusa de comprar víveres. En esos días, su tío, un hombre de pocas palabras, había asumido el mando de la familia y de la casa. Creyó que ella venía incluida con todos los muebles, así que la primera noche que se quedó a dormir decidió tantear su “mercancía nueva”.

Debajo de las sábanas del último cuarto del pasillo, dormía Miranda sin saber qué él venía. Lo primero que sintió fueron cuatro dedos gruesos como salchichas y ásperos posarse con violencia sobre sus labios. Enseguida despertó queriendo gritar, pero el resto del cuerpo de su acechador la inmovilizaba.

Usté no puede gritá, mire que yo soy su tío y tengo derecho a hacé con usté lo que me dé la gana. Si le cuenta a alguien, la boto pa’ la calle mañana mismito.

Miranda, que jamás había estado con un hombre, estaba aterrada. No tenía ni la más mínima idea de lo que podía esperar o no. Trató de calmarse, mientras el cuerpo de su tío Ruperto se restregaba contra el suyo. Sus yemas iban explorando lugares que ni siquiera ella misma se había atrevido a tocar. Se mordió la lengua para no llorar, no al menos delante de él.

Finalmente sus dedos llegaron donde se esconde la gloria femenina, y ella sintió una mezcla de asco, placer y temor que no le permitía recordar que ella no estaba hecha para eso. Sintió que estaba a punto de llegar a nuevas profundidades, cuando su lengua se introdujo en su oreja.

─Le voy a dejá lo otro pa’ mañana y cuidaito si le dice a alguien. Güeno, igual naidien le va a creé.

Y sin decir más, se levantó de la cama y se largó en el mismo silencio en el que llegó. Durante los primeros minutos, Miranda no se atrevió a moverse. No sabía si él se había ido o si estaba acechándola en la oscuridad. Cuando pasó el tiempo suficiente para asegurarse que estaba sola, lloró. Lloró por su madre muerta, por su ignorancia, por su destino de mujer pobre… Lloró hasta casi convencerse que moriría en aquel pueblo infernal, pero recordó la vez que tuvo que salvar a su madre de morir de la paliza que le había dado su papá y de la promesa que se había hecho a sí misma. Supo que si no salía pronto de allí, terminaría siendo como su madre y, por mucho que la amase, Miranda no planeaba ser como ella.

Todos los días de esa semana, Ruperto Cruz se colaba en el cuarto de su sobrina y disfrutaba de su cuerpo mientras ella, asqueada, trataba de llevar su mente a otro lugar pero se le hacía difícil. ¿Qué otra cosa podía imaginar ella si en sus 17 años sus ojos no habían visto más que Biscucuy?

Había preparado todo para irse al final de la semana, pero aún faltaban un par de días. Mientras tanto, tendría que soportar… Eso.


Miranda se dio cuenta que al final sólo podía llevarse el pequeño fajo de billetes que había logrado ahorrar. Era posible que eso lograra llevarla hasta Caracas a duras penas, pero al menos ya eso estaba lejos.

Se enteró que la capital de su país era esa por accidente, oyendo una conversación. A ella, que nada sabía de geografía, podían decirle que su pueblo enclavado entre grandes montañas al occidente del país podía ser una isla en el medio del Pacífico y ella se lo creería con facilidad.

Miranda, que no sabía cómo funcionaba el mundo, al menos tenía buenos instintos. Sabía que “la capital” sonaba como un lugar importante, así que se convirtió en el punto medio entre el infierno de Biscucuy y el cielo que imaginaba de París, donde, “si Diosito me lo permite”, llegaría. Algún día.

Jamás había caminado por el pueblo sola de noche. Se sintió estúpida al darse cuenta que en realidad esa era la segunda vez que desafiaba las reglas. ¿O la primera? Después de todo, lo de la maestra había sido idea de su mamá. Aquel fue el único día de su vida en el que sintió tan siquiera un poco de lástima por aquel pueblo. Por el resto de su vida, el nombre Biscucuy le sonaría a miseria y le dejaría un amargo sabor en la boca.

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